lunes, 3 de noviembre de 2008

Reduccionismos antropológicos vs antropología compleja

José Luis Solana Ruiz
Universidad de Jaén
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Para el reduccionismo biológico determinista, o biologismo(1), la naturaleza humana está determinada por los genes; las propiedades de los individuos (lo que los seres humanos son) y sus acciones (lo que los seres humanos hacen) son, en última instancia, consecuencia inevitable de sus genes. Los biologistas establecen, así, una cadena de determinantes que van del gen a los individuos y de estos a la sociedad, y en virtud de la cual las causas de los fenómenos sociales residen, en última instancia, en la biología de los actores individuales. Asumen una prelación ontológica del gen sobre el individuo y de éste sobre la sociedad. El culturalismo constituye la antítesis del biologismo, pero, al igual que este, incurre en el reduccionismo y en el determinismo, no ya biológicos, sino culturales. Podemos distinguir dos tipos de reduccionistas culturales. Hay reduccionistas culturales que se caracterizan por conceder primacía ontológica a lo social sobre lo individual(2) y otros que se caracterizan por considerar al individuo como si no tuviese biología(3). Esta segunda tendencia desvanece el estatus ontológico, la existencia independiente y la naturaleza biológica del individuo. No ignora al individuo, pero lo considera como biológicamente vacío, como una especie de tabula rasa sobre la que las experiencias tempranas imprimen su influencia determinando sus desarrollos posteriores. Para los deterministas culturales extremos los individuos serían un simple reflejo de las fuerzas culturales que han influido en ellos desde su nacimiento. Creen que el organismo, al nacer, es una página en blanco donde la sociedad puede escribir cualquier cosa, de modo que los individuos terminan reflejando en sus comportamientos su contexto social. Según el determinismo cultural, las determinaciones biológicas cesan con el nacimiento; a partir de él, es la cultura la que se impone. El culturalismo tiende a negar la biología, a reconocer únicamente la construcción sociocultural de los comportamientos humanos y a considerar a la naturaleza humana como casi infinitamente moldeable por la sociedad y la cultura. Los ambientalistas radicales consideran que la condición humana y las diferencias humanas pueden comprenderse totalmente al margen de la biología. El determinismo ambientalista concibe a los organismos como seres pasivos, que se limitan a recibir pasivamente las influencias del medio ambiente.
Los reduccionistas acusan a sus críticos de responder siempre de modo puntual y negativo a sus tesis sin presentar jamás un programa alternativo para comprender la naturaleza humana. Los críticos del reduccionismo se hallan en desventaja con respecto a los teóricos deterministas, pues mientras que estos buscan y tienen una visión simplificadora, los antideterministas saben que la relación entre el gen, el medio, el organismo y la sociedad es una relación compleja que, como tal, sólo admite explicaciones complejas. Ahora bien, este justo reconocimiento de la complejidad de la vida y de la existencia humana no debe servir como excusa para zanjar las cuestiones con un mero «es más complejo». Tras el justo reconocimiento de la complejidad debe proponerse una visión alternativa. Para ofrecer una alternativa conviene comenzar indagando cuáles son las exigencias y los requerimientos teóricos.
Para empezar, debe ser una alternativa realmente fundada en las ciencias naturales y sociales. Esta exigencia, aparentemente obvia, no carece sin embargo de implicaciones, pues, a nuestro parecer, excluye de entrada las alternativas de cariz teológico y espiritualista, las antropoteologías. Frente al determinismo y al reduccionismo de uno u otro cuño lo que se precisa es una comprensión integral de las relaciones entre lo biológico y lo social(4). Frente a los «modelos simples de causación social o biológica» desarrollados por la ciencia reduccionista sería necesario considerar que las relaciones existentes entre los distintos niveles (biológico, psicológico, social) no es de causalidad lineal, sino de interacción; se precisa una causalidad compleja, superadora de la causalidad unilineal (véase Nadel, 1951: 228-240; Lewontin, 1984: 103). Requerimos una teoría antidualista que rehuya las dicotomizaciones espúreas (cultura/biología, mente/cuerpo). Precisamos, pues, una explicación no reduccionista, pero tampoco dualista ni espiritualista.
Hay que articular una estrategia de explicación que, a diferencia de la explicación reduccionista que intenta derivar las propiedades de los conjuntos de las propiedades intrínsecas de sus elementos, no separe los elementos de los conjuntos de los que forman parte y capte cómo la integración de las unidades en la construcción de los conjuntos «genera complejidades que dan lugar a productos cualitativamente diferentes de las partes que los componen» (Lewontin 1984: 24), cómo con cada ascenso de nivel «las propiedades de cada conjunto mayor no vienen dadas únicamente por las unidades de que está compuesto, sino también por las relaciones organizativas existentes entre ellas.» (Lewontin 1984: 338-339). Una correcta elaboración del concepto de organización permite descartar todo tipo de reduccionismos (Luque 1990: 68). Y lo permite, entre otras razones, porque conduce a una concepción emergentista de la realidad. Requerimos considerar que, aunque los niveles superiores nacen de los inferiores, no obstante son niveles emergentes, dotados de cualidades nuevas inexistentes en los niveles inferiores con anterioridad a la emergencia (véase Nadel 1951: 228-240).
La articulación de una alternativa al reduccionismo «no requiere necesariamente sustituir un esquema de causación unidireccional por otro, invirtiendo, sin más, los términos. Hay que aceptar la complejidad (...). Y admitir la complejidad supone, también en este caso, tanto dar entrada a otros esquemas conceptuales de causalidad (recíproca, circular, bidireccional), como reconocer que los fenómenos culturales constituyen sistemas abiertos, esto es, en continua interacción con su entorno. Concebir así lo que ha venido a denominarse cultura supone distanciarse de cualquier determinismo extracultural (ya se busque éste en el medio ambiente físico, en las bases biológicas de la especie humana o en unas supuestas constantes psíquicas). Pero, al mismo tiempo, implica también reconocer las múltiples articulaciones entre los diversos niveles de la realidad (biológico, psíquico, social, cultural)» (Luque 1990: 114). En resumidas cuentas, lo que se demanda para articular una alternativa teórico-conceptual al reduccionismo y al determinismo de uno u otro cuño es una teoría antropobiológica que en vez de basarse, como lo hacen estos, en modelos simplistas, se base en modelos complejos, sustituya «cuadros simples por cuadros complejos» (Geertz 1966: 43). En este texto intentaremos mostrar cómo la antropología compleja de Edgar Morin(5) aporta una serie de ideas válidas y útiles para edificar una alternativa a los planteamientos antropológicos reduccionistas y deterministas, tanto biologistas como culturalistas.
Principios epistemológicos para una antropología compleja antirreduccionista
Los planteamientos antropológicos de cariz reduccionista derivan, en gran parte, de la aplicación a las realidades humanas de un paradigma de conocimiento simplificador que se caracteriza, fundamentalmente, por estar basado en los principios de simplificación, disyunción y reducción; por concederle al orden soberanía como principio explicativo; y por restringir la causalidad a causalidad lineal, superior y exterior a los objetos. Frente a este paradigma de simplificación, Morin elabora una antropología compleja epistemológicamente sustentada en un paradigma de complejidad basado, a su vez, en los principios de complejidad, relación, emergencia, auto-eco-explicación, dialógico y de retroacción y recursión; y que explica los fenómenos humanos estableciendo una dialógica entre orden, desorden y organización. Desarrollaremos a continuación estos principios de inteligibilidad. Nuestra intención no será explicarlos y analizarlos de modo detenido, sino sólo clarificarlos para que, cuando aparezcan en los restantes apartados de este artículo, el lector tenga cabal comprensión de a qué nos estamos refiriendo con ellos.
El principio de complejidad consiste en el reconocimiento de la complejidad de los fenómenos y de la imposibilidad de explicarlos, sin mutilarlos, a partir de principios y elementos simples. Frente al principio de disyunción del pensamiento simplificador, Morin propugna un principio de relación en virtud del cual se reconoce la necesidad de distinguir y analizar, pero, además, se nos incita a comunicar en lugar de aislar y poner en disyunción. El paradigma de la complejidad une, implica mutuamente y conjunta nociones que, en el marco del paradigma de simplificación/reducción, son puestas en disyunción y se excluyen entre sí.
Mediante el principio de emergencia, de no-reducción y de reconocimiento de la especificidad de cada nivel Morin intenta destruir todo intento reduccionista de explicación. Según el principio de emergencia, en las realidades (conjuntos o todos) organizadas emergen cualidades y propiedades nuevas (a las que podemos llamar «emergencias») que no son reducibles a los elementos (partes) que las componen, y que retroactúan sobre esas realidades. Es, precisamente, el afloramiento de emergencias lo que imposibilita reducir el todo a sus partes componentes. Las emergencias son definibles como «las cualidades o propiedades de un sistema que presentan un carácter de novedad con relación a las cualidades o propiedades de los componentes considerados aisladamente o dispuestos de forma diferente en otro tipo de sistema» (Morin 1977: 129-130).
La existencia de una relación dialógica (principio dialógico) entre dos nociones o realidades significa que esta relación es, a la vez, «complementaria, concurrente y antagonista» y, consiguientemente ambivalente e incierta. Este «a la vez» no significa un «siempre y bajo todo o cualquier punto de vista», sino que conlleva e implica el cambio de punto de vista. Es decir, es bajo uno u otro ángulo determinado como los términos o fenómenos dialógicamente relacionados aparecen ora como complementarios, ora como concurrentes, ora como antagonistas. Bajo determinado punto de vista aparece la complementariedad existente entre dos fenómenos o dos principios y, bajo otro punto de vista, se nos muestra su oposición. La complementariedad significa la necesidad de los dos conceptos para explicar y concebir determinadas realidades. En virtud de ésta complementariedad, las alternativas dualistas pierden su antagonismo absoluto. La concurrencia, posee un doble sentido. Significa «correr juntos sin confundirse», es decir, que los dos fenómenos o procesos «corren al mismo tiempo», operan de modo paralelo; y, además, significa poder «entrar en competición» (Morin 1980: 154). El antagonismo supone la oposición y la repulsión entre los dos fenómenos en cuestión; oposición que puede agudizarse hasta la destrucción mutua. Como vemos, en la dialógica los antagonismos resultan también complementarios. Pero esto no significa que el antagonismo pueda disolverse en la complementariedad. El antagonismo pervive como tal: Contraria sunt complementa sed contraria. En la dialógica moriniana, las alternativas clásicas no se «superan», sino que los términos alternativos, sin dejar de ser términos antagonistas, se vuelven, al mismo tiempo, complementarios. Si hay que percatarse de cómo los antagonismos generan complementariedad, armonía, también hay que recabar en la disarmonía presente en la armonía, en los antagonismos subyacentes tras las complementariedades.
La dialógica conduce a la idea de «unidualidad compleja». La unidualidad entre dos términos significa que estos son, a la vez, ineliminables e irreductibles. Por separado cada término o cada lógica resultan insuficientes, por lo que hay que relacionarlos y hacerlo en forma de bucle. Ninguno de los dos términos es reducible al otro (y en este sentido hay dualidad), pero tampoco son nítidamente separables, pues confluyen mutuamente (y en este sentido son uno).
El principio de auto-eco-explicación consiste en percibir todo fenómeno autónomo (autoorganizador, autoproductor, autodeterminado) en relación con «su» entorno o ecosistema teniendo siempre en cuenta que la consideración de algo como entorno o ecosistema depende del punto de vista o focalización adoptada por el observador/conceptuador. Mientras que la noción positivista de objeto concibe a éste como privado de ambiente, por su parte, la noción de sistema abierto implica la presencia consustancial del ambiente, es decir, la interdependencia e inseparabilidad entre sistema y ecosistema. Según Morin: «por método y provisionalmente, podemos aislar un objeto de su entorno, pero, por método también, no es menos importante considerar que los objetos, y sobre todo los seres vivientes, son sistemas abiertos que sólo pueden ser definidos ecológicamente, es decir, en sus interacciones con el entorno, que forma parte de ellos tanto como ellos mismos forman parte de él» (Morin 1982: 74). El pensamiento complejo debe ser un pensamiento ecologizado que, en vez de aislar el objeto estudiado, lo considere en y por su relación ecoorganizadora con su entorno. Ahora bien, la visión ecológica no debe significar una reducción del objeto a la red de relaciones que lo constituyen. El mundo no sólo está constituido por relaciones, sino que en él emergen realidades dotadas de una determinada autonomía. De aquí que lo que inseparablemente deba considerar el pensamiento complejo ecologizado sea la relación auto-eco-organizadora del objeto con respecto a su ecosistema. La explicación compleja de los fenómenos debe considerar tanto la lógica interna del sistema como la lógica externa de la situación o entorno; debe establecer una dialógica entre los procesos interiores y los exteriores.
Los principios de retroacción y de recursión suponen una complejización de la idea de causalidad. La causalidad no sólo es lineal y externa. Existen también una causalidad circular retroactiva y una causalidad recursiva. Mientras que en la causalidad lineal «tal cosa produce tales efectos», en la causalidad circular retroactiva, el efecto retroactúa estimulando o disminuyendo la causa que lo está produciendo; en la causalidad recursiva, «los efectos y productos son necesarios para el proceso que los genera. El producto es productor de aquello que lo produce» (Morin 1990: 123). La causalidad retroactiva (por ejemplo, la retroacción reguladora de la temperatura que realiza el termostato; la homeotermia: caso de homeostasis que permite a los animales mantener constante su temperatura interior), en virtud de la cual el efecto repercute sobre la causa modificándola, permite concebir y formular la idea de causalidad interna o «endocausalidad», fenómeno en virtud del cual el organismo, aunque experimenta los efectos de las causalidades exteriores reacciona y responde a ellos mediante mecanismos endocausales de modo que mantiene su constancia interna. Al crear su propia causalidad, el organismo se emancipa, se autonomiza, de las causalidades y determinaciones exteriores.
El principio de organización supone que el pensamiento complejo no debe considerar al objeto como objeto simple descomponible en unidades elementales, sino como «sistema/organización». Podemos definir la organización como:
La disposición de relaciones entre componentes o individuos que produce una unidad compleja o sistema, dotado de cualidades desconocidas en el nivel de los componentes o individuos. La organización une de forma interrelacional elementos o eventos o individuos diversos que a partir de ahí se convierten en los componentes de un todo. Asegura solidaridad y solidez relativa a estas uniones, asegura, pues, al sistema una cierta posibilidad de duración a pesar de las perturbaciones aleatorias. La organización, pues: transforma, produce, reúne, mantiene (Morin 1977: 126).
La organización liga, une y transforma los elementos en un sistema o totalidad y, de este modo, produce y mantiene el sistema. La organización mantiene y asegura la permanencia, existencia e identidad del sistema tanto a nivel estructural como a nivel fenoménico. La organización es «formación transformadora», pues al unir elementos para formar un todo los elementos, en tanto que partes de un todo, son transformados, pierden unas cualidades y adquieren otras; la organización «forma (un todo) a partir de la transformación (de los elementos)». La organización, pues, es morfogenésica (da forma). Por su parte, podemos definir el «sistema» como una unidad global compleja (una totalidad, un todo), organizada y organizadora, de interrelaciones entre diversos/múltiples constituyentes, que posee cualidades o propiedades nuevas (emergencias) irreductibles a las propiedades de sus componentes considerados de forma aislada o yuxtapuesta(6). El reconocimiento de la organización va acompañado de un principio de explicación y de consideración de los fenómenos en virtud de la dialógica:
Como vemos, el concepto de organización está ligado, de modo inseparable, a los conceptos de orden, desorden e interacción con los que constituye lo que Morin llama «el tetragrama», o en tanto que las nociones que lo constituyen están relacionadas mediante bucles el «bucle tetralógico», que constituye «el principio inmanente de transformaciones y de organización» de la physis; la physis «emerge, se despliega, se constituye, se organiza» a través de «juegos tetralógicos» (Morin 1977: 75). La ligazón dialógica entre estos términos significa que, para explicar y comprender cualquier fenómeno organizado, «desde el átomo hasta los seres humanos», es necesario hacer intervenir tanto principios de orden (leyes, estructuras, estabilidades, etc.) como principios de desorden (azar, acontecimiento, etc.) y principios de organización (el fenómeno ha de ligarse al humus del que surge y, a la vez, debe concebirse en sus emergencias propias).
La vida de lo humano: la auto-(geno-feno)-organización
No cabe duda de que para evitar el culturalismo idealista y sobrenaturalista, según el cual lo que dota de especificidad a lo humano (espíritu, sociedad, etc.) escapa a la vida, hay que abrir la antroposociología a la biología. El enraizamiento del ser humano en la vida significa la pertenencia plena de todo nuestro ser a la esfera viviente. Ahora bien, la apertura de lo humano a la vida en modo alguno tiene porqué significar la reducción de lo humano a lo biológico, no tiene porqué conllevar pangenetismo, panetologismo, sociobiologismo u organicismo algunos, sino que esta apertura debe y puede salvaguardar la especificidad y la irreductibilidad antroposocial al mismo tiempo que la enraíza en la vida.
El «paradigma tetralógico» orden/desorden/interacciones/organización «tiene validez para cosmos y physis y, por tanto, igualmente para bios y antropos» (Morin 1980: 437). Pero esta validez no significa que lo viviente (bios) y lo antropológico se reduzcan a este esquema conceptual. A diferencia de la organización física (organización-de-sí), la organización viviente es auto-organización. Tenemos, pues, que indagar el prefijo «auto», la autonomía viviente, la noción de autos, para ver en qué consiste. Autos significa, de manera incompresible, auto-(geno-feno-ego)- eco-re-organización computacional / informacional / comunicacional. El autos constituye un macroconcepto multidimensional, el macroconcepto multidimensional de: auto-(geno-feno-ego)-eco-re-organización computacional / informacional / comunicacional, que no puede adquirir consistencia si lo privamos de alguno de sus constituyentes, de alguna de sus dimensiones.
La auto-organización) es geno-fenoménica (mientras que estos aspectos son indistintos en las organizaciones físicas), es computacional / informacional / comunicacional (mientras que las organizaciones físicas naturales se efectúan en y por procesos únicamente «espontáneos»)(7) y la individualidad viviente tiene caracteres desconocidos en los existentes físicos. En el dominio viviente, el término «organización» del tetrálogo se complejiza y convierte en auto-(geno-feno-eco)- ego-re-organización(computacional - informacional - comunicacional).
Autos (en relación con el concepto de individuo-sujeto, del que no nos ocuparemos aquí) posee el rango de paradigma, es decir, constituye el conjunto articulado de conceptos fundamentales que deben configurar y controlar toda teoría y todo discurso no reduccionistas sobre la vida. El «autos-paradigma» integra las diversas perspectivas disciplinares de la investigación biológica y permite asociar complementariamente, de manera no disyuntiva (pero sin eliminar los antagonismos que puedan existir entre ellas), las nociones, los enfoques y las perspectivas que por la separación disciplinar y especializada del saber suelen aparecer disjuntas. El autos «permite entre-asociar y articular, sin jerarquizar, reducir, oponer, pero reconociendo a la vez unidad y dualidad, complementariedad y oposición», las principales dimensiones de la organización viviente: la «geno-organización» (patrimonio genético, especie), la dimensión fenoménica (individuo-sujeto) y la dimensión ecológica. Por su carácter paradigmático, el paradigma de la auto-(geno-feno-ego)-eco-re-organización (computacional / informacional / comunicacional) recoge y asocia los conceptos fundamentales necesarios para elaborar y guiar un discurso y una teoría sobre la vida que no sean mutilantes ni unidimensionales, sino complejos, pero no constituye una explicación total ni una especie de fórmula-resumen de la vida. Es un paradigma complejo, es decir, que los términos que asocia lo están de manera, a la vez, complementaria, concurrente y antagonista. La unidad de la lógica de lo viviente es una unitas multiplex compleja, es decir, emerge de varias lógicas constitutivas (genos/fenon/ego/oikos, cuerpo/espíritu) a la vez complementarias, concurrentes y antagonistas. Este paradigma concibe la noción de vida respetando su multidimensionalidad y su complejidad. El paradigma de la auto-(geno-feno)- eco-re-organización(computacional - informacional - comunicacional) integra de manera articulada las dimensiones fundamentales de la vida que son estudiadas de modo disciplinariamente separado en las diversas especializaciones de la biología moderna (la biología molecular y celular aporta los fundamentos del autos, la genética se ocupa del genos, fenon-ego es estudiado por la etología y oikos por la ecología). Se trata de un paradigma organizacional porque no se ocupa de «la materialidad» de la vida, sino de sus especidades organizacionales, no recoge ni especifica los elementos químicos núcleo-proteinados constituyentes de la vida(8). El paradigma de la auto-(geno-feno-ego)-eco-re-organización (computacional / informacional / comunicacional) es incomprimible en el sentido de que ningún término de los que lo componen puede ser eliminado o reducido a otro. Y es inseparable porque sus términos se entre necesitan unos a otros. Por ser incomprimible, este paradigma se opone a toda simplificación reductora (sea el imperio de los Genes o el imperio del Medio) y por ser inseparable, se opone a toda separación disyuntora (no podrían considerarse aisladamente el individuo y la especie, autos y oikos, etc.). Veamos a continuación los conceptos implicados en la caracterización organizacional de la vida.
Con el término genos (que en griego significa origen, nacimiento) nos referimos a lo que en biología se denomina como genotipo. El genotipo es «el patrimonio hereditario inscrito en los genes que un individuo recibe de sus genitores» (Morin 1980: 138). Remite, pues, a la especie, a lo genérico, generador y genético, a los procesos transindividuales que generan y regeneran a los individuos. A nivel celular, se localiza en el ADN, en los genes (memoria informacional inscrita en el ADN, mantenimiento de las invariancias hereditarias). Con el término fenon (que en griego significa «lo que aparece») nos referimos al concepto biológico de fenotipo. El fenotipo es «la expresión, actualización, inhibición o modificación de los rasgos hereditarios en un individuo en función de las condiciones y circunstancias de su ontogénesis en un entorno dado. El fenotipo es, pues, una entidad compleja, que resulta de las interacciones entre la herencia (genos) y el medio (oikos)» (Morin 1980: 138). Remite, pues, a la existencia hic et nunc de una individualidad singular en el seno de un entorno. A nivel celular, se localiza en las proteínas.
El reto que plantea el reduccionismo es el de enfrentar la unidualidad geno-fenoménica. Genos y fenon son inseparables pero distinguibles; es preciso concebir tanto la unidad de esta dualidad como la dualidad de esta unidad. La unidad profunda del autos no debe enmascararnos la profunda dualidad entre genos y fenon. Entre genos y fenon existe una dualidad contradictoria. Mientras que genos conlleva reiteración, reproducción, invarianza, estabilidad, cierre sobre la identidad genérica y su reino es el reino de lo virtual, de lo potencial, a la vez del pasado y del futuro; fenon conlleva unicidad, inestabilidad, apertura al entorno y su reino es el reino de lo presente, lo actual, lo inmediato de la existencia, lo precario. Mientras que el ADN (genos) muestra un orden y una estabilidad notables, las proteínas (fenon) son muy inestables. Hay unidualidad entre genos y fenon; es decir, que la auto-organización es, a la vez, doble y una, es auto-(geno-feno)-organización. Esta unidualidad se manifiesta en diversos aspectos:
1) Todo lo que es generador es, en otro aspecto, fenoménico (el ADN es de naturaleza molecular, como la proteína; aunque mucho más estable que la proteína, no se halla al abrigo de degradaciones, puede ser corrompido y, de hecho, es reparado por enzimas) y todo lo que es fenoménico es, en otro aspecto, generador (los intercambios y actividades aportan las energías y los materiales necesarios para la reorganización y regeneración del organismo).
2) Cada uno contiene, en algún modo, al otro. El ser fenoménico contiene en sí su patrimonio hereditario, y el genos, por su parte, contiene en sí las potencialidades fenoménicas.
3) La organización de uno comporta la organización del otro. No solo la organización fenoménica necesita de la organización generativa lo que es obvio, sino que también la organización generativa necesita de la organización fenoménica que juega un papel coorganizador y regenerador en la organización genética. Los genes no operan en tanto que genes más que en las células vivientes. Para que su conformación se convierta en «información» y para que su «información» se convierta en «programa» necesitan de la célula viviente, no sólo como medio nutritivo, sino sobre todo como ser organizador del que ellos mismos forman parte. El capital informacional (memoria), que constituye el genos sólo se actualiza en programa mediante la computación y la comunicación, que constituyen el polo del fenon; para estas acciones computaciones/comunicaciones fenon ha de obtener energía e información del entorno, por lo que genos depende también de oikos y no puede ser aislado de éste. De este modo: «La unidualidad geno-fenoménica significa en primer lugar que toda geno-organización y toda feno-organización necesitan cada una del dinamismo de la otra, y que una y otra necesitan del dinamismo del todo organizador que ellas constituyen en conjunto» (Morin 1980: 148).
Hemos visto la dualidad y la unidualidad compleja y simbiótica existente entre genos y fenon. Pero, además de estas, entre ellos existe también concurrencia y antagonismo. Podríamos decir que la relación simbiótica entre genos y fenon comporta rasgos de sojuzgamiento y parasitismo mutuos. Pero cuando genos y fenon se tornan claramente concurrentes será cuando la reproducción se efectúe por órganos especializados (aparato sexual) y cuando la autonomía individual disponga de un aparato neurocerebral. La disociación sexo/cerebro conlleva nuevas interacciones entre genos y fenon. Con la disociación entre sexo y cerebro no sólo se distinguen y oponen dos aparatos, sino que se realizará y profundizará la oposición entre individuo y especie. Podemos decir que existe una unidualidad simbiótica entre genos y fenon. Como hemos visto, genos y fenon se requieren y necesitan mutuamente, por ello el autos puede ser considerado como «una complementariedad cuasi-simbiótica» (Morin 1980: 153) entre genos y fenon y de ahí el carácter (uni)dual del autos. Finalmente, no basta con reconocer la complementariedad, la concurrencia y el antagonismo entre genos y fenon. Hay también que concebir la unidad dialógica que existe entre ellos, es decir, hay que concebir cómo el antagonismo contribuye a la unidad entre genos y fenon. Las relaciones e interacciones interdependientes entre genos y fenon constituyen un bucle recursivo. Genos y fenon no sólo son inseparables sino que mediante la recursión, son coorganizadores uno del otro. Un proceso recursivo es aquel en el que sus estados finales o efectos son necesarios para la producción o regeneración de los estados o causas iniciales. La recursividad de fenon sobre genos no significa que haya «marcaje informacional» de la proteína sobre el ADN, sino que hay retroacción coorganizadora de las proteínas sobre el ADN, (proteínas de reparación y de escisión del ADN). Genos y fenon son los constituyentes de la emergencia organizacional que constituye autos; de la asociación en bucle, recursiva, entre genos y fenon nace autos. Recordemos que al bucle geno-fenoménico hay que añadir el oikos para constituir, así, un bucle geno-feno-ecoorganizador.
El imperio de los genes, el imperio del medio y la república de la autonomía compleja
Manteniendo la unidualidad compleja y dialógica entre genos y fenon podemos intentar salvar los reduccionismos que se derivan de primar de modo absolutista uno de los niveles sobre el otro. Aunque se combatan mutuamente como acérrimos enemigos, sin embargo genetismo y ambientalismo (o culturalismo) comparten el mismo paradigma simplificador de fondo, priman de modo absolutista genos sobre fenon (o viceversa) estableciendo así, respectivamente, un «imperio del gen» y un «imperio del medio» y desembocan en la negación de la autonomía viviente. Sólo una concepción compleja («la república de lo complejo») de la relación geno-fenoménica permite captar la autonomía propia de los seres vivientes.
El pangenetismo («imperio del gen») entiende que los caracteres humanos son resultado de determinaciones genéticas; minimiza o excluye las determinaciones ambientales y culturales. Por su parte, el culturalismo anti-genetista («imperio del medio») recusa la determinación genética (innata) y sólo reconoce la determinación cultural. Así, el humanismo ha segregado el mito de un hombre sobrenatural, supra y meta biológico. Ambas posturas antagónicas comparten el mismo paradigma de simplificación y reducción. Ambas posturas creen posible separar lo genético de lo fenoménico (cultura, entorno) y cuantificar el grado de determinación de cada factor (el pangenetismo, reivindica un alto porcentaje el 100% o el 80% de determinación genética, el eclecticismo conciliador se contenta con postular un 50% de determinación genética y otro 50% de cultural, el culturalismo carga el tanto por ciento en la determinación cultural). Pero estos factores, aunque distinguibles, no son separables y no pueden cuantificarse de manera aislada. En los rasgos y acciones del ser humano hay «un nudo gordiano de inseparabilidad» en el que lo genético, lo cultural y los eventos propios del desarrollo individual están simultáneamente omnipresentes, pudiendo inhibirse, sobredeterminarse y combinarse entre sí.
Para elidir al culturalismo no se precisa demasiada artillería. Los descubrimientos de la genética han mostrado cómo nuestros caracteres anatómicos, psicológicos e intelectuales dependen de nuestra herencia genética. Además, la afirmación de la autonomía de lo viviente no puede ser anti o contra genética. La negación de la determinación genética raya el absurdo; la cuestión está en cómo se la concibe y se la relaciona con el nivel eco-fenoménico. No somos seres autónomos sólo a pesar y contra la determinación genética; somos autónomos también gracias a que la posibilidad de ser autónomos nos ha sido transmitida hereditariamente. Para el ser individual la determinación genética constituye, cierto, una carga («heredad»), pero también un regalo («herencia»); la determinación genética nos sojuzga, pero extraemos de ella nuestra autonomía. Los genes nos poseen, pero también los poseemos.
Pero si, como acabamos de decir, los descubrimientos de la genética han mostrado la dependencia genética de nuestros caracteres y facultades, sin embargo y entramos en las críticas al geneticismo estos descubrimientos (como suele ocurrir con todo descubrimiento y con toda idea) pueden desarrollarse de manera simplificadora y reductora o de modo complejo. La genética se ha simplificado e ideologizado en el genetismo y en el pangenetismo, los cuales, frente al imperio del medio (que explica todo por los determinismos e influencias externas, medioambientales), establecen un imperio de los genes. El genetismo participa del paradigma de simplificación de la ciencia clásica. Participa de su abstraccionismo y aislacionismo: el gen es abstraído y aislado de la globalidad autoorganizacional de la que forma parte. De la primacía del orden: el gen, entendido como lo invariable e inalterable, se prioriza sobre la provisionalidad efímera del fenon. De la sustancialización: el gen (programa) es abstraído y se le otorga entidad propia al margen de la totalidad (el ser computante) en la que realmente funciona; se reifica e hipostasia otorgándole realidad en-sí y por-sí. Participa de la atomización (situar el fundamento del ser en la unidad de base) y del mecanicismo: reducción de la lógica de la organización viviente a la de la máquina artificial. En el geneticismo reduccionista, el genos, identificado con el gen, tiende a convertirse en la «verdadera» realidad biológica y el fenon (el individuo viviente concreto) tiende a ser convertido en un mero portador/servidor de los genes, en un producto programado cuya única finalidad es asegurar la conservación y la reproducción del gen. Para el pangenetismo, toda existencia, individual o social, sólo tiene por sentido y misión el mantener y hacer fructificar su capital genético.
Esta concepción simplificadora de lo genético es errónea. La causalidad genética no puede ser sólo concebida de manera simple, atomística y monogenética según la fórmula «un gen sintetiza una proteína», sino que la causalidad genética «es a la vez mono/poli/holo-génica» (Morin 1980: 142). Un mismo gen puede actuar en varios caracteres (en el ratón, por ejemplo, un mismo gen bien definido determina tanto el color de la piel como el crecimiento de los huesos), existen causalidades poligénicas en las que intervienen un grupo de genes y podemos suponer que la expresión de los genes está en relación con la totalidad de los genes que forman sistema.
Los desarrollos de la complejidad genética no son fruto del orden y del determinismo estricto, sino de una mezcla de azar (mutaciones) y de necesidad. La información y el programa nociones en las que el geneticismo funda el imperio del gen no son entidades sustanciales sino que sólo existen en y por un procesocomputacional/ organizacional. Si se aíslan del aparato computante y del proceso organizador devienen nociones vacías y sin sentido. Además, el programa genético requiere para su reproducción de productos que le son suministrados por el fenon. Por todo esto: «resulta abusivo atribuir a la información genética las capacidades que corresponden por derecho al conjunto información/aparato/organización» (Morin 1980: 162).
Mientras que el geneticismo desintegra el autos en el gen, debemos intentar reintegrar el gen en el autos, intentar inscribir el gen en el autos y no reducir el autos al gen. El geneticismo tacha de meramente aparencial a la individualidad, a la autonomía y a la autoorganización fenoménicas y pretende reducirlas a la invarianza genética entendida como lo verdaderamente real y como la causa última de toda actividad fenoménica. Es decir, el geneticismo disuelve la unidualidad geno-fenoménica caracterizadora del autos, reduce autos a genos. Hay que reconocer la realidad de la determinación hereditaria del genos, pero rechazando todo determinismo o imperialismo geneticista. La autoorganización, el ser, la existencia, la individualidad, el autos no pueden disolverse en el genos. No se trata de establecer una autonomía hiperbórea, desarraigada. La autonomía es autonomía dependiente tanto de genos como de oikos. No subestimamos la importancia de oikos y genos. Muy al contrario, hace depender de estos la autonomía viviente (autos). La autonomía no es meramente aparencial, reducible a determinismos genéticos o medioambientales; pero tampoco es una especie de esencia emanada de un supuesto y misterioso principio vital. Es una autonomía emergente, una emergencia que, como tal, depende de sus determinaciones y de sus condiciones de producción, pero que también en tanto que emergencia se produce a sí misma sin cesar y retroactúa sobre las condiciones y procesos que le permiten emerger.
El fenotipo y la autonomía viviente surgen, ciertamente, de las interacciones entre el genotipo (genos) y el entorno (oikos). Pero, a partir de estas interacciones, la lógica causal simplificadora concibe al fenotipo como una mera resultante de estas interacciones sin captar la autonomía fenoménica. La autonomía fenoménica nace precisamente de estas interacciones: las determinaciones de genos producen autonomía organizacional con respecto al oikos y las determinaciones de oikos nutren esta autonomía organizacional así como la autonomía existencial con respecto al genos. El fenon no es pasivo, sino que a partir de genos y oikos (toda autonomía es dependiente) va labrando su actividad auto-organizacional de modo que cada nueva incidencia de genos y de oikos no actúa sobre un ser pasivo sino sobre una organización activa.
Aunque exista oposición entre el genos y el fenon (pues el primero está cerrado a la experiencia inmediata del individuo), empero resulta desacertado concebir lo innato (lo procedente del patrimonio genético) y lo adquirido (lo procedente de la experiencia fenoménica) como dos instancias disjuntas, antagonistas y refractarias. Ni lo innato son estructuras férreas precisamente determinadas, ni la capacidad para adquirir depende de que nuestra mente sea una tabula rasa o disponga de una plasticidad cérea sobre las que el medio imprimiría su impronta. La aptitud individual para adquirir requiere dispositivos cognoscitivos innatos que no determinan contenidos sino que son competencias posibilitantes del aprendizaje. Y la disponibilidad y capacidad para el aprendizaje serán mayores y más ricas, no cuanto menos de innato haya como se postula en el anti-innatismo de la tabula rasa o de la mente cérea, sino cuanto de más dispositivos innatos se disponga: «el desarrollo de la aptitud de adquirir es inseparable del desarrollo de una organización cerebral innata» (Morin 1980: 163). De este modo, lo innato y lo adquirido sin perder su antagonismo devienen también complementarios y se requieren mutuamente.
Pangenetismo innatista y culturalismo suprabiológico tienden a concebir lo genético como determinismo fatalista, negador de la libertad y fuente de desigualdades. Ahora bien, «actualmente vemos que el innatismo no significa solamente prisión y fatalidad, y que el anti-innatismo no significa solamente libertad y progreso» (Morin 1980: 164 nota 8). El innatismo no significa sólo determinismo y fatalidad, pues es precisamente nuestro aparato cerebral innato el que permite tanto las adquisiciones culturales como las libertades individuales. Tampoco significa sólo como ha creído el innatismo racista desigualdades entre individuos, sino que la especie humana presenta una notable unidad genética y sus miembros, salvo casos excepcionales, disponen cerebralmente de las mismas aptitudes fundamentales. Por tanto, lo innato no sólo tiene que aparecer como fatalidad hereditaria. También puede hacerlo como aptitud para el aprendizaje y como fundamento de autonomía individual y de resistencia a la manipulación y al sojuzgamiento. Por otro lado, el humanismo anti-innatista y minimizador de la genética no siempre supone una defensa de la autonomía y de la individualidad humanas, pues como fue el caso del lysenkismo tras la negación de la determinación genética y la concepción de la mente humana como una especie de cera moldeable y transformable subyace, no ya la voluntad progresista de superar los constreñimientos genéticos, sino la voluntad dominadora de manipular la naturaleza humana para sojuzgar al hombre. A este respecto, «quien sueña en un hombre no determinado genéticamente no sólo es la voluntad loca de escapar a nuestra naturaleza, también es la manipulación desenfrenada y demente» (Morin 1980: 165 nota 8). Por tanto, la negación de lo innato no sólo puede aparecer como posibilidad de progreso. También puede hacerlo como posibilidad de manipulación.
Ciertamente, en lo referente al problema de lo innato y lo adquirido existen aún muchas incertidumbres y los estudios son aún insuficientes. Pero estas carencias empíricas no impiden plantear la cuestión sobre en qué paradigma conceptual (simplificador o complejo) enmarcar y concebir la relación entre lo innato (genos) y lo adquirido (fenon). Se trata de establecer una concepción compleja de la relación entre lo innato y lo adquirido.
Para finalizar este apartado, recordemos que, como hemos indicado, la vida tiene una dimensión ecológica, es eco-organización y debe ser concebida eco-organizacionalmente; el oikos constituye una dimensión fundamental de la vida y una dimensión inexcusable para la plena y correcta definición del fenómeno viviente. Lo que en el plano antropológico supone, a su vez, que en tanto que el ser humano es un ser viviente, perteneciente a la vida la dimensión ecológica resulta esencial para una correcta interpretación y comprensión de lo humano.
La visión ecodeterminista considera que las actividades desarrolladas por los seres vivientes son, en última instancia y esencialmente, resultado de los estímulos procedentes del medio exterior. De modo inverso, la visión «genodeterminista» considera que las acciones de los seres vivos se encuentran en última instancia sometidas a las prescripciones de su «programa» interior. El yerro de ambas visiones reside en su absolutismo y su ceguera para con determinados aspectos de la realidad. Contra el genodeterminismo, el autos debe concebirse en su integración ecosistémica. Contra el ecodeterminismo, debemos afirmar que, aunque eco-integrado, el autos viviente no es reducible a oikos, pues dispone de singularidad geno-fenoménica, de autonomía, de individualidad, y de una «auto-lógica» y de finalidades propias.
Las actividades vitales necesitan interacciones entre procesos interiores y exteriores. No basta con que el ser viviente disponga de potencialidades internas, sino que es también preciso que exista una sincronización y conjunción entre lo interno y el exterior. El ecosistema aporta constreñimientos, constantes, etc., que co-organizan la autoorganización, y por esto la autoorganización es eco-auto-organización. Ni el código genético ni el ecosistema son, cada uno por su cuenta y con respecto a las actuaciones del organismo, suficientes. Las acciones son resultado de una coprogramación auto-eco-organizacional.
Genodeterminismo y ecodeterminismo ignoran por igual el carácter complejo (a la vez de oposición e implicación, de distinción e integración) de la relación entre autos y oikos. Mientras que el primero ignora la integración de autos en oikos, el segundo ignora la diferenciación de autos con respecto a oikos. Autos y oikos deben concebirse diferenciadamente, viendo incluso su oposición; pero, al mismo tiempo, debe captarse su implicación y necesidad mutuas, su complementariedad. Autos y oikos son complementarios porque se requieren mutuamente. El ecosistema supone la biocenosis y la autoorganización contribuye a la conformación de la ecoorganización. El ecosistema no existe como una entidad sustancial al margen de los seres vivientes que lo constituyen; es decir, que la ecodimensión no puede ser aislada de las dimensión auto propia de los seres vivientes (y por esto la vida y, a fortiori, el ser humano debe concebirse de manera auto-eco-relacional). Por la otra parte, la autoorganización viviente depende de la ecoorganización. Los aspectos concurrentes y antagonistas entre autos y oikos se ponen de manifiesto en el choque entre sus respectivas lógicas (la egoísta y la ecoísta). Autos y oikos son relativos, se definen uno en relación al otro y han de conformar un macroconcepto recursivo en el que, a la vez que se integran y embuclan mantengan su distinción/oposición.
La bioculturalidad humana
Para Morin (como para Geertz 1966) el proceso de hominización constituye un excelente ejemplo para comprender la relación existente entre naturaleza y cultura, para ver cómo la evolución antropo-cultural se encadena a la evolución bionatural, cómo la cultura emerge de un proceso natural y a su vez retroactúa e interviene sobre este proceso natural. Todo comportamiento humano es resultado de las interacciones entre varios componentes (genético, cerebral, sociocultural), es fruto de la interacción entre componentes biológicos y culturales; el ser humano es un ser biocultural. El carácter biosociocultural de la hominización nos muestra como puede existir una complementariedad entre naturaleza y cultura, como estas no tienen porqué estar necesariamente opuestas. Por un lado, las mutaciones cerebralizantes, es decir, la evolución «natural», biológica, del cerebro del homínido ha producido y desarrollado la cultura. A través de los nuevos desarrollos del cerebro emergen estructuras organizativas (cognoscitivas, lingüísticas, etc.) innatas que reemplazan a los programas esterotipados o instintos. Mientras que las estructuras innatas quedarán inscritas en la herencia genética, los compartimentos esterotipados desaparecerán. Ahora bien, por otro lado, «dichas estructuras de organización sólo adquirirán un carácter operativo a partir de la educación sociocultural y en un medio social complejificado por la cultura» (Morin 1973: 102). Para expresarse y resultar funcionales las potencialidades cerebrales de sapiens requieren de un contexto sociocultural y lingüístico complejo sin el cual el cerebro de sapiens sería, en realidad, un handicap y sin el que no podría sobrevivir. El genial cerebro es débil sin el apoyo del aparato cultural. De este modo: «el cerebro de grandes dimensiones que caracteriza al sapiens no ha podido hacer su aparición y alcanzar el triunfo sin la formación de una cultura compleja» (Morin 1973: 103).
Evolución biológica y evolución cultural aparecen, pues, asociadas en el proceso de hominización y en su culminación: «el hombre es un ser cultural por naturaleza porque es un ser natural por cultura» (Morin 1973: 103). El hombre es un ser cultural por naturaleza, es decir, porque dispone de la aptitud innata para la cultura y porque lo que precisamente caracteriza su naturaleza es que debe desarrollar cultura. Y es un ser natural por cultura, es decir, que su naturaleza innata, su cerebro, ha sido resultado de la selección cultural y porque es a través de la cultura como desarrolla su naturaleza humana (consistente, como hemos visto, en la aptitud natural para la cultura). Ya no es posible oponer lo innato (la naturaleza) a lo adquirido (la cultura). Nuestra naturaleza (nuestro cerebro y el código genético innato que lo genera) es fruto de las selecciones socioculturales que han tenido lugar a lo largo del período de hominización. Y producimos cultura gracias a nuestra capacidad (cerebral, genética) para ello. En virtud de todo esto, la antropología compleja moriniana define al hombre como un ser bio-cultural.
No se trata sólo de que lo biológico y lo cultural de lo humano estén asociados, pero a modo de dos «sustancias» o realidades que dispusiesen previamente de una entidad propia ya hecha; no se trata, por decirlo así, de dos líquidos puros que concurrieran a una mezcla. Se trata de que, aunque como hacemos al hablar de ellos, podamos distinguirlos, se coproducen e implican mutuamente en un mismo bucle. No se reparten a un 50% el concepto de homo, sino que ambos lo ocupan al ciento por cien, totalmente, en el sentido de que todo lo humano es biocultural. El hombre es totalmente biológico, porque nada humano escapa a la vida, porque todo lo humano ha surgido de una evolución animal. Pero, al mismo tiempo, la cultura es metabiológica puesto que constituye una emergencia, irreductible como tal a lo biológico, que comporta realidades originales y que, como tal, retroactúa sobre lo biológico (así, como hemos visto, los últimos estadios de la evolución biológica del hombre sólo han podido realizarse en y por la cultura). Todo lo que es biológico en el hombre (nacer, comer, morir, etc.) está mezclado de cultura; todo acto humano es bio-cultural. En el hombre nada hay que sea «puramente cultural» o puramente biológico. La naturaleza humana es bio-cultural. El hombre es permanentemente un ser biocultural.
Con este planteamiento rompemos la muralla que muchas veces se ha edificado entre naturaleza (vida) y cultura, entre lo humano y lo animal. Nuestro ser es plenamente viviente y animal, y no sobrenatural; todas las dimensiones de nuestro ser son resultado de la evolución biológica y del proceso de hominización. En el proceso evolutivo el hombre desarrolla, ciertamente, el reino de la cultura y a través de él se va diferenciando de la naturaleza y de la animalidad. Pero esto no significa que dejemos de ser animales, sino que somos culturales gracias a nuestra (hiper-) animalidad. Las cualidades humanas que singularizan a nuestra especie no son resultado de proceso sobrenatural o trascendental alguno, sino que resultan todas gracias al hiper/super desarrollo de cualidades vivientes y animales asimismo desarrolladas en los mamíferos, los primates y mediante el proceso de hominización. Al final del proceso de hominización la animalidad se convierte en humanidad y pasamos a ser «meta-animales», seres espirituales (noosfera) en los que la evolución se ha transformado en devenir histórico. Pero estas cualidades meta-animales no son sobre-naturales, sino que constituyen emergencias que son posibles, precisamente, en virtud de nuestra (super-)animalidad.
Al concebir la complejidad antroposocial como enraizada en la vida, conseguimos escapar al antropologismo sobrenaturalista. Al concebirla como emergencia, logramos evitar todo reduccionismo biologista. Somos «hiper-vivientes» e hiper- y super- animales (hiper- mamíferos y super-primates) porque las cualidades de la vida, de los mamíferos y de los primates encuentran en nosotros una manifestación extrema y paroxística. Todas las capacidades y cualidades vivientes y animales, sean principales, ocasionales o potenciales, adquieren con el ser humano un desarrollo extremo. El antropologismo humanista asume el evolucionismo, pero no parece sacar consecuencia alguna de ello, pues no se trata sólo de que procedamos, vía la evolución animal, de los vertebrados, de los mamíferos, de los primates. Se trata, además y más profundamente, de que «continuamos siendo vertebrados, mamíferos y primates, y esto no sólo anatómica o fisiológicamente, sino también genéticamente, caracterialmente, cerebralmente, psicológicamente e, incluso, sociológicamente» (Morin 1989: 9). Ahora bien, el hombre como super-viviente crea nuevas esferas de vida (la vida del espíritu, la vida de los mitos, la vida de las ideas, la vida de la consciencia) y se hace progresivamente ajeno al mundo vivo y animal. De ahí el doble estatuto del ser humano: por una parte, depende por completo de la naturaleza biológica, física y cósmica; por otra, depende totalmente de la cultura. De este modo, a partir y más allá de sus identidades y arraigos terrenales y cósmicos, el hombre produce sus identidades socio-culturales propiamente humanas.
Profundicemos en la cuestión de la bioculturalidad humana. Lo que denominamos hombre debe ser contemplado como «un sistema genético-cerebro-sociocultural» cuyos elementos integrantes son la especie, la sociedad y el individuo. En esta tríada de términos conformadora de la definición compleja de hombre, el de «especie» recoge las dimensiones biológicas, particularmente la dimensión genética (sistema reproductor, rasgos invariantes o perdurables a través del tiempo, principio generativo) del hombre. El de individuo recoge las dimensiones fenoménica y psicológica de la vida del ser humano(9). El de «sociedad» remite, obviamente, a la dimensión social.
El hombre debe ser explicado y comprendido a partir del policentrismo eco-bio(genético)-sociocultural que, contemplado desde otra óptica, se convierte en el policentrismo entre individuo-sociedad-especie(10). El hombre debe comprenderse a partir de las interrelaciones complejas (complementarias, concurrentes y antagonistas) existentes entre cuatro sistemas principales: «el sistema genético (código genético, genotipo), el cerebro (epicentro fenotípico), el sistema sociocultural (concebido como sistema fenoménico-generativo) y el ecosistema (en su carácter local de nicho ecológico y en su carácter global de medio ambiente)» (Morin 1973: 228). Cada uno de estos sistemas o polos es «coorganizador, conductor y co-controlador del conjunto» (Morin 1973: 229). Veamos a continuación cómo interrelacionan entre sí:
1) El ecosistema «controla» el código genético (la selección «natural») y coorganiza y controla el cerebro y la sociedad. El ecosistema no constituye un mero «decorado» sino «un verdadero actor» (Morin 1973: 229). En consecuencia, resulta imposible concebir una antropología sin «ecosistemología» y sin una rama de antropología ecológica.
2) El sistema genético produce y controla el cerebro, quien, a su vez, condiciona la sociedad y el desarrollo de la complejidad cultural. De aquí que, para comprender la formación de la cultura y de la sociedad, resulte indispensable conocer el desarrollo biológico del cerebro.
3) Si, como acabamos de ver, el sistema genético incide sobre el cerebro, también éste incide sobre aquel: la cerebralización creciente modifica las capacidades cognoscitivas y socioorganizativas del grupo y, de este modo, «actúa retroactivamente sobre las estrategias reproductivas y, por tanto, sobre la distribución estadística de los nuevos rasgos genéticos» (Morin 1982: 197).
4) El sistema y el desarrollo sociocultural:
a) Actualiza las aptitudes del cerebro y resulta imprescindible para dar cuenta del desarrollo biológico del cerebro durante el proceso de hominización. El cerebro de sapiens «es el producto de una filogénesis inicialmente biológica y después, en los últimos estadios de la hominización, biocultural» y el cerebro de cada individuo particular «es el producto de una ontogénesis biológica seguida de otra biocultural» (Morin 1973: 233). El cerebro no es sólo una estructura biológica, sino una parte de la estructura social.
b) Modifica el ecosistema.
c) Influye en la selección y la evolución genética: la sociedad y la cultura constituyen un «contexto» o «filtro» organizador que selecciona toda nueva reorganización genética ocurrida al azar. La evolución genética se ha visto frenada y modificada por la exogamia, por la diáspora y diversificación sociocultural y por la selección que la cultura, favoreciendo o inhibiendo determinados genotipos y contribuyendo a la conformación de los diversos fenotipos, ha ido operando en la herencia biológica. Es por esto por lo que a lo largo de la historia las modificaciones genéticas tan sólo han sido menores, «permaneciendo intacto a través de todas ellas el rasgo fundamental y genérico del hombre: la naturaleza hipercompleja del cerebro sapiencial» (Morin 1973: 230).
5) Si la cultura incide sobre el sistema genético, también éste incide sobre ella: determinadas modificaciones genéticas, al incrementar la cerebralización y con ésta las capacidades cognoscitivas y socioorganizativas, inciden vía la cerebralización en lo sociocultural.
6) El cerebro incide sobre la sociedad, la cultura y la historia de diversas maneras:
a) Si el cerebro es una parte de la estructura social, la estructura social es también una parte de la estructura del cerebro pues aunque no sea reducible a ello la sociedad es resultado de la interconexión organizadora entre diversos sistemas nerviosos centrales.
b) La organización social emana «de algunas de las virtualidades organizativas del cerebro humano», no de modo automático, sino en la interacción de éstas con el ecosistema. El cerebro proyecta sus caracteres propios sobre las esferas de la praxis antropo-social y sobre los procesos histórico-sociales: «los principios de invención y evolución propios del cerebro de sapiens se exteriorizan y traducen, no sólo en la evolución de la personalidad o el pensamiento del individuo, sino también en la evolución técnico-cultural y la creciente complejificación de la organización social» (Morin 1973: 156). Así, por ejemplo, en el campo de la historia, el «ruido» cerebral se ha proyectado en sound and fury históricos. No se trata de reducir la historia y la sociología de sapiens a su cerebro, sino de hacerlos converger sobre él.
c) Para comprender el funcionamiento y desarrollo del cerebro, es necesario interrogar las obras culturales, las sociedades y la historia, pero para comprender estas es necesario interrogar al cerebro.
7) El comportamiento humano (praxis) de los individuos es resultado de la integración y organización, por parte del cerebro, de la información filogenéticamente seleccionada transmitida a través de los genes, de la información sociocultural y de la información procedente de la experiencia individual.
8) Si, como hemos visto un poco más arriba, el sistema sociocultural modifica el ecosistema, también el tipo de sociedad puede variar en función del medio ambiente.
9) La cultura no es algo que le llegue de fuera a un cerebro ya totalmente formado y a punto, sino que el cerebro se constituye bioculturalmente:
a) La formación del cerebro de homo sapiens es inseparable de la evolución socio-cultural; la evolución cerebral sólo ha podido acabarse gracias a una evolución cultural, y ésta sólo ha podido proseguir gracias al desarrollo del cerebro.
b) Cuando nacemos nuestro cerebro no tiene más que el 40% del peso que llegará a obtener, de modo que las conexiones sinápticas que se van estableciendo son fruto de las interacciones del individuo con su medio sociocultural.
c) Los universales cerebro/espirituales del conocimiento sólo pueden expresarse en y por condiciones socioculturales singulares y particulares; aun más, la cultura de una sociedad se inscribe e imprime literalmente en el cerebro, de modo que la cultura forma parte del cerebro.
d) Las condiciones socio-culturales del conocimiento actúan, no sólo como determinaciones externas limitadoras del conocimiento, sino también como potencias internas inherentes y necesarias para la producción del conocimiento.
Esta multipolaridad interactuante nos permite concebir, comprender y esclarecer tanto el proceso de hominización como la humanización y, en general, todo lo que es humano. El policentrismo significa que toda unidad de comportamiento humano es a un mismo tiempo genética-cerebral-social-cultural-ecosistémica. Esto no impide que, en función de las necesidades de cada estudio particularizado, se pueda despreciar algún aspecto por hallarse escasamente implicado. Es legítimo privilegiar un aspecto de la multidimensionalidad antropo-social y poner las restantes dimensiones entre paréntesis, siempre que no se substancialice o absolutice la dimensión seleccionada y se olviden las demás; es decir, siempre que se haga de modo provisorio y heurístico. Las dimensiones de lo humano son inseparables, pero la inseparabilidad ni excluye ni impide la posibilidad y la necesidad de distinción. La inseparabilidad no significa fusión o confusión de todas las dimensiones, sino que permite su distinción. Se deben distinguir las diversas dimensiones de lo humano, pero no separarlas disyuntivamente ni aislarlas. La antropología general y fundamental debe hacer el esfuerzo de concebir lo humano como «unidad compleja bio-antropo-cerebro- psico-socio-cultural histórica» (Morin 1987: 220). Ciertamente, no podemos abarcar esta totalidad en todos sus detalles y, como hemos dicho, heurísticamente es necesario distinguir y focalizar. Pero esto no debe conducirnos a tomar el fragmento focalizado por la totalidad, sino que debemos mantener la consciencia de la fragmentariedad y parcialidad de nuestra visión y de la necesidad de integrarla multidimensionalmente. La multidimensionalidad interactuante constitutiva de lo humano significa, así mismo, «que el fundamento de la ciencia del hombre es policéntrico; el hombre no tiene una esencia particular estrictamente genética o cultural, no es una superposición cuasi-geológica del estrato cultural sobre el estrato biológico. Su naturaleza cabe buscarla en la interrelación, la interacción y la interferencia que comporta dicho policentrismo» (Morin 1973: 231).
En las complejidades policéntricas caracterizadoras de lo humano el cerebro ocupa una posición particular: la de ser «el epicentro organizativo de todo el complejo bio-antropo-sociológico»; es decir, la de ser «la plataforma giratoria en la que se comunican el organismo individual, el sistema genético, el medio ambiente ecosistémico y el sistema socio-cultural, y, en términos trinitarios, individuo, especie y sociedad» (Morin 1973: 232-233). El cerebro debe ser considerado, no sólo como el centro organizador del organismo individual propiamente dicho, sino como el centro que federa e integra las diversas esferas a la vez complementarias, en competencia y antagonistas cuya interrelación constituye el universo antropológico (la esfera ecosistémica, la genética, la cultural, la social y la esfera fenotípica del organismo individual) en «un sistema único bio-psico-sociocultural» (Morin 1973: 155). Frente a aquellos que separan individuo, sociedad y especie, remiten la especie al campo de la biología, el individuo al de la psicología y la sociedad al de la sociología, y proclaman que «la verdadera realidad del hombre» se encuentra en uno sólo de ellos en detrimento de los otros dos, Morin defiende un policentrismo entre la especie, la sociedad y el individuo, de modo que «la verdadera realidad del hombre» se halla «no sólo en cada uno de estos tres campos, sino en sus mutuas interrelaciones» (Morin 1973: 231). Ante la incapacidad para considerarlos en su conjunto suelen marginarse dos de esos términos en beneficio de un tercero. Pero no es posible pensar alguno de esos términos como fin de los otros, «hay un circuito sin principio ni fin en el que se insertan especie, sociedad e individuo» (Morin 1973: 107). Entre individuo, sociedad y especie se establecen relaciones complejas, es decir, relaciones inciertas y ambiguas, a la vez complementarias y antagonistas, y discontinuas (véase Morin 1973: 43-50):
1) Existe complementariedad, pues, como ya hemos visto, determinados caracteres genéticos están encargados de impulsar el desarrollo de determinados caracteres sociales e individuales (desarrollo del cerebro, múltiples predisposiciones intelectuales, afectivas y comunicativas, etc.).
2) La sociedad le impone al individuo los marcos, las estructuras, dentro de los cuales los individuos han de expresarse, los «patterns» transindividuales de estatuto, rango, clase y rol que han de asumir los individuos y en función de los cuales han de comportarse. Desde este punto de vista, tales estatutos resultan coactivos, frenan e impiden los desarrollos de la diversidad individual, impiden su libre expresión y su pleno desarrollo.
3) Pero, a su vez, y actuando de modo no ya antagónico sino complementario, a través de la fijación de estatutos y roles, se ordena la diversidad y se establece un orden que impide la desorganización que resultaría del total desarrollo de la diversidad y la variedad individuales. Además, las estructuras que coaccionan y restringen la conducta del individuo son, al mismo tiempo, las que proporcionan un cauce para expresarse. Además, las coacciones y jerarquías no uniformizan del todo a las individualidades sino que les permiten hasta cierto punto desplegar sus diferencias.
4) Existe, a un mismo tiempo, antagonismo y complementariedad potenciales entre el individuo que persigue sus intereses y el interés de la organización colectiva. Complementariedad, pues, a veces, al obrar para la consecución de sus objetivos personales el individuo trabaja sin saberlo también para el interés colectivo. Antagonismo, ya que el juego egocéntrico no siempre se dilucida en provecho de la sociedad (egocentrismo individualista); y a la inversa, la sociedad no siempre actúa en provecho del individuo (sociocentrismo colectivo). Tanto las relaciones interindividuales como la relación entre cada individuo y el grupo están gobernadas por un doble principio de complementariedad y antagonismo, de cooperación y solidaridad, por un lado, y de competición y antagonismo, por otro.
5) La relación es ambigua e incierta ya que ignoramos si el «fin», la «realidad» última o la «esencia» del hombre se halla en la especie, la sociedad o el individuo, si la sociedad y la especie están al servicio del individuo, si el individuo y la sociedad están al servicio de la especie o si la especie y el individuo están al servicio de la sociedad.
La relación entre la sociedad y los individuos debe comprenderse a partir del principio de recursividad organizacional. Tanto la reducción de la sociedad a una mera suma de individuos (individualismo metodológico) como el holismo son rechazables. No podemos prescindir de alguno de los dos términos, ni debemos epifenomenalizarlos. Los individuos y la sociedad se coproducen mutua y recursivamente. Sin duda, la sociedad resulta de las interacciones entre individuos, pero una vez emergida cobra entidad propia y retroactúa sobre ellos. Sin la sociedad con su cultura, saberes, lenguaje no seríamos individuos humanos.
Concluyendo: en nuestra opinión todo lo expuesto en este artículo muestra cómo para articular de modo no reduccionista lo humano a lo biológico, para enlazar antropos a bios, para conseguir comprender esa relación biocultural definidora del ser humano y para elucidar la complejidad antropológica en sus múltiples dimensiones, la antropología general o fundamental debe constituirse como antropología compleja, debe construirse a partir de una teoría compleja de la autoorganización y de un paradigma epistemológico de la complejidad. Para lograr una concepción no reduccionista de la naturaleza humana «el camino [el método] pasa, como ocurre en toda genuina indagación, a través de una espantosa complejidad» (Geertz 1966: 58).
Notas
1. La tesis reduccionista y determinista de que «la biología es el destino» ha sido compartida por una serie de tendencias y autores que van desde la escuela frenológica de Gall y Spurzheim, nacida a finales del siglo XVIII en Alemania y Francia, hasta el biologismo de la Nueva Derecha de la década de los ochenta, pasando por la antropología criminal de Cesare Lombroso durante el último cuarto del siglo XIX, el movimiento eugenésico de finales del siglo XIX y principios del siglo XX (Francis Galton y Karl Pearson), las leyes de esterilización y de la ciencia de la raza de la Alemania nazi, los defensores de los tests del CI (Cyrill Burt, Arthur Jensen, Richard Herrnstein, Hans Eysenck, entre otros) y la citogenética criminal (la cuestión de los XYY y la agresión) de mediados de los setenta. Para un recorrido por esta corriente biologista véase Chorover 1982, Biología... 1982 y Gould 1981. Para una magnífica «crítica antropológica» a la sociobiología, véase Sahlins 1976.
2. Determinadas tendencias del marxismo economicista, del sociologismo del conocimiento, de la «antipsiquiatría» y de la teoría sociológica de la desviación social han sido consideradas como ejemplos de este tipo de reduccionismo cultural (véase Lewontin 1984). Según el marxismo economicista, la conciencia y el conocimiento de los individuos están determinados por su posición socioeconómica. La «naturaleza humana» es de una plasticidad cuasi infinita y queda económica e históricamente determinada. La conciencia no es más que un epifenómeno de la economía.
3. El conductismo de Watson y B. F. Skinner, con su ambientalismo extremo, y determinadas teorías de la sociología y la antropología culturales han sido consideradas (véase Lewontin 1984) como ejemplos de este reduccionismo.
4. «Debemos insistir en que una comprensión plena de la condición humana exige una integración de lo biológico y de lo social en la que ninguno obtenga primacía o prioridad ontológica sobre el otro, sino en la que se les considere esferas relacionadas» (Lewontin 1984: 96).
5. Sobre las etapas, la gestación y el desarrollo de la antropología compleja de Edgar Morin, véase Gómez García 1996.
6. En virtud de las definiciones que hemos ofrecido, las concomitancias entre las nociones de organización y de sistema resultan evidentes. El concepto de sistema está, por medio del concepto de interrelación, unido al de organización: «el sistema es el carácter fenoménico y global que toman las interrelaciones cuya disposición constituye la organización del sistema» (Morin 1977: 126); «toda interrelación dotada de cierta estabilidad o regularidad toma carácter organizacional y produce un sistema» (Morin 1977: 127). Pero, aunque las ideas de sistema y de organización resultan inseparables y se solapan conceptualmente, no obstante son «relativamente distinguibles» (Morin 1977: 127). Mientras que la idea de sistema «remite a la unidad compleja del todo interrelacionado, a sus caracteres y sus propiedades fenoménicas», la idea de organización «remite a la disposición de las partes dentro, en y por un Todo» (Morin 1977: 127). Mientras que la organización es «el rostro interiorizado del sistema (interrelaciones, articulaciones, estructura)», el sistema es «el rostro exteriorizado de la organización (forma, globalidad, emergencia)» (Morin 1977: 173).
7. Ciertamente, la organización computacional/informacional/comunicacional caracteriza también a las máquinas físicas artificiales de carácter cibernético. Pero, a diferencia de los ordenadores, la organización viviente computa por y para-sí, de manera auto-referente y auto-ego-céntrica.
8. Podemos encontrar dos razones para esta inespecificación. La primera razón es que «la revolución biológica de este siglo ha demostrado que la originalidad de la vida no está en su materia, que es físico-química, sino en su organización» (Morin 1980: 415). La segunda razón es que esta inespecificación deja abierta la posibilidad de vida no núcleo proteinada; así, por ejemplo, se ha imaginado (R. Schneider, «Can life exist inside neutron stars?», Ark'All, vol. II, 1976: 57-61) la posibilidad de una química viviente fundada en el sílice y en el amoníaco en vez de en el carbono y el agua. Ahora bien, debemos cuidarnos de no caer en un reduccionismo organizacionista: «si la vida debe ser concebida necesariamente en términos organizacionales, no debe ser reducida a términos organizacionales» (Morin 1980: 411).
9. La individualidad debe dejar de concebirse como algo secundario, como una desviación accidental, para pasar a considerarla como una dimensión fundamental del concepto de naturaleza humana: «Llegar a ser humano es llegar a ser un individuo» (Geertz 1966: 57).
10. Las relaciones entre el individuo, la especie y la sociedad; entre lo psíquico, lo social, lo cultural y lo biológico, han estado presentes en las reflexiones de la mayoría de los antropólogos que se han ocupado del concepto clave de cultura, desde Kroeber en su conocido artículo de 1917 «The superorganic», hasta Cl. Geertz, pasando por Malinowski y Lévi-Strauss (véase Luque 1990: 84-128). Por lo que a las relaciones entre especie e individuo concierne, nos encontramos con dos concepciones opuestas igualmente simplificadoras y reduccionistas: o bien se considera que los individuos son lo único real y la especie es sólo una noción ideal, o bien se supone que los individuos no son más que muestras o especímenes subordinados a la especie. Lamarck, por ejemplo, focalizó la visión conceptual en el individuo de manera que consideró que los individuos son los únicos seres reales existentes en la naturaleza y vio en la especie una mera abstracción. Inversamente, Buffon focalizó la visión en la especie; para él, los individuos son efímeros, lo único que permanece son los rasgos invariantes específicos, por lo que las especies son los únicos seres reales de la naturaleza. Contra estos dos reduccionismos (individualista y filético, respectivamente) es preciso considerar que las nociones, «separadas por un foso lógico», de especie e individuo son «mutuamente indispensables para concebir la vida» (Morin 1980: 137).
Bibliografía
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Chorover, Stephan L. 1979 Del génesis al genocidio, Madrid, Blume, 1982.
Geertz, Clifford 1966 «El impacto del concepto de cultura en el concepto de hombre», en La interpretación de las culturas, Barcelona, Gedisa, 1997: 43-59.
Gómez García, Pedro 1996 «Construcción de la antropología compleja de Edgar Morin», Gazeta de Antropología (Granada), nº 12, octubre: 11-18.
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Luque, Enrique 1990 Del conocimiento antropológico, Madrid, Siglo Veintiuno/CIS, 2º ed.
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José Luis Solana Ruiz. Profesor de Antropología Social en la Universidad de Jaén. Área de Antropología Social, Escuela Universitaria de Trabajo Social, 23700-Linares (Jaén), Andalucía, España. jlsolana@ujaen.es
Resumen
Reduccionismos antropológicos y antropología compleja
El autor defiende que la constitución de una antropología compleja, conformada mediante un paradigma epistemológico de la complejidad y una teoría compleja de la auto-organización viviente, permite aquilatar una alternativa de base (general, fundamental) a los reduccionismos biologicistas, sin incurrir en reduccionismos de corte culturalista. Tras caracterizar sucintamente estos dos reduccionismos antropológicos e indagar los requerimientos generales que se exigen a la hora de contraponerles una alternativa teórica no reduccionista ni determinista, se exponen los principales principios epistemológicos de una antropología compleja antirreduccionista. Posteriormente, mediante la puesta en juego de estos principios, se concibe de modo complejo las relaciones entre fenotipo, genotipo y ecosistema, así como la bio-culturalidad propia de lo humano, salvando, así, los reduccionismos y determinismos geneticistas, culturalistas y ecologicistas.

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