viernes, 31 de octubre de 2008

HACIA UNA TEORIA DE LA MORFOGÉNESIS SOCIAL.

(Ponencia presentada en los II Encuentros de Teoría Sociológica, "Los límites de la teoría ante la complejidad social", Bilbao, 29 junio- 1 de julio de 1995, y publicada, en versión ligeramente abreviada, en Pérez-Agote Poveda, A. y Sánchez de la Yncera, I. (eds.), Complejidad y Teoría Social, Madrid, Centro de Investigaciones Sociológicas, 1996, pp. 436-465).
Pablo Navarro, Universidad de Oviedo
Resumen.
El propósito de este trabajo es enfocar el hecho de la complejidad social desde un punto de vista generativo, en un intento de clarificar los mecanismos que se hallan en el origen de ese hecho. Con este propósito, se propone la utilización de la idea de 'morfogénesis social' como concepto capaz de aunar de manera dinámica las nociones tradicionales de 'estructura social' y 'cambio social'. Después de pasar revista a algunas de las categorías básicas de la teoría sociológica, como la distinción 'micro/macro', la noción de 'morfogénesis social' se perfila por medio del concepto de 'ruptura/recomposición de simetrías agenciales'. De acuerdo con este punto de vista, y contemplados desde la perspectiva del sujeto individual, los procesos de morfogénesis social se fundamentan en la dinámica de ruptura y recomposición de las simetrías agenciales que definen a tal sujeto como agente. En la última sección del trabajo, se sugiere una extensión de este enfoque a la esfera de la interacción colectiva.
1. Introducción.
La sociología moderna nace de dos experiencias teóricas fundamentales. En primer lugar, el descubrimiento de que las sociedades humanas poseen una estructura inmanente, autónoma respecto de cualquier voluntad humana o divina, regida por leyes propias que nadie ha decretado. Se trata de un vislumbre teórico similar al que, referido al mundo natural, dio aliento a la noción griega de physis. En el origen de la sociología se encuentra la inamovible convicción de que la sociedad humana también es, en cierto modo, una physis que tiene en sí misma su propio fundamento y legalidad.
La segunda experiencia teórica que se halla en el punto de partida del pensamiento sociológico es la aguda conciencia de que la sociedad moderna surge como resultado de un proceso de transformaciones único en la historia, proceso cuya dinámica es preciso dilucidar. Ambas intuiciones básicas están en la raíz de las dos grandes cuestiones en torno a las que se ha afanado el pensamiento sociológico a lo largo de su desarrollo: el problema de la estructura social y el del cambio social. La teoría sociológica, desde luego, ha intentado siempre vincular estos dos grandes temas. Pero la índole de su relación ha resultado ser altamente problemática. A buen seguro, casi todas las teorías de la estructura social -con la excepción de algunas formas extremas de funcionalismo- han procurado dotarse de principios supuestamente explicativos del cambio social: desarrollo de las fuerzas productivas-lucha de clases, determinismo ecológico, tendencia a la 'diferenciación funcional' de las sociedades, importación de novedad por agentes externos, variaciones en los intereses de los individuos, etc. Obsérvese, sin embargo, que esos principios presuntamente explicativos del cambio estructural son, o bien exógenos respecto a la estructura social propiamente dicha, o bien meramente descriptivos y a posteriori . En realidad, y como se advierte cada vez más a menudo, la brecha epistemológica que separa la noción de estructura social de la de cambio social es inseparable de la desconexión existente entre las diversas dimensiones del análisis sociológico -y, en concreto, entre las dimensiones que convencionalmente suelen denominarse micro y macro. Sólo cuando esa desconexión sea realmente superada, podrá colmarse la aludida brecha. Por una parte, el concepto de estructura parece tener, congénitamente, una connotación estática. Por otra, la noción de cambio sugiere procesos dinámicos difíciles de visualizar en una realidad pensada en términos estáticamente estructurales . Son, pues, dos conceptos que en cierta manera se repelen y que, al mismo tiempo, no pueden dejar de coexistir en el universo de representaciones del sociólogo. La emergencia en nuestra época de nuevas formas de complejidad social viene a agudizar el carácter problemático de la relación entre esas dos nociones centrales de la teoría sociológica: hoy en día resulta cada vez más irreal cualquier intento de separar, aunque sea "metodológicamente", el análisis de la estructura de nuestras sociedades del estudio de su dinámica de transformaciones. Pues la complejidad característica de estas sociedades no es simplemente el resultado de una mayor diferenciación en su estructura, sino de una peculiar proliferación reflexiva de las dinámicas sociales que constituyen esa estructura y a la vez, inevitablemente, la modifican. De ahí que la dualidad conceptual estructura social/cambio social, siempre insatisfactoria, pero tal vez útil en otros tiempos, deba ser radicalmente revisada y en cierto modo disuelta: esa dualidad es, en efecto, una de las principales barreras epistemológicas que atenazan el desarrollo de la teoría sociológica en la actualidad. Su superación resulta, por ello, cada vez más urgente. Estas consideraciones generales sólo pretenden enmarcar las propuestas que se presentarán a continuación, y que serán desarrolladas a lo largo de esta ponencia. Lo que se propondrá, en primer lugar, es realizar una apuesta teórica general, consistente en recurrir al concepto de morfogénesis social como noción alternativa frente a la vieja dualidad estructura social/cambio social. En segundo término, se tratará de infundir una forma definida a ese concepto mediante la idea de ruptura/recomposición de simetrías agenciales. Esta idea, sin embargo, sólo podrá ser presentada, dentro de los límites de este trabajo, en calidad de bosquejo, como una primera aproximación a una perspectiva teórica que está todavía por elaborar.
2. La noción de 'morfogénesis social'.
Será conveniente presentar la idea de 'morfogénesis social' a partir de los conceptos, más familiares, de 'estructura social' y 'cambio social'. La relación entre estos dos conceptos puede investigarse, básicamente, de dos formas: considerando la estructura social a la luz del fenómeno del cambio social o, a la inversa, caracterizando el cambio social a través de su presencia en eso que llamamos estructura social. De un lado, ¿cómo debe ser la estructura para que el cambio sea posible en ella? De otro, ¿cómo debe ser el cambio para que pueda resultar compatible con la pervivencia de algún tipo de estructura? Para responder a la primera pregunta, la relación entre estructura social y cambio social debe abordarse enfatizando el primer miembro de la misma: debe, pues, leerse como relación entre estructura social y cambio social. La respuesta a la segunda pregunta exigirá, por el contrario, que el énfasis recaiga en el otro miembro de la relación, el cambio social. La relación entre estructura social y cambio social puede entenderse de dos maneras: de forma, por así decirlo, pasiva, y de manera activa. Se entiende de forma pasiva cuando el cambio afecta a la estructura en tanto que sujeto paciente del mismo. Desde este punto de vista, el cambio sobrevendría a la estructura social, en cierto modo, desde fuera -desde su entorno natural externo, o desde las pulsiones presociales de los individuos, que actuarían como una especie de 'entorno natural interno' de la sociedad. La aludida relación se concibe, por el contrario, de manera activa, cuando la estructura es, ella misma, el sujeto que realiza su propia transformación. Sólo una teoría estructuralmente activa del cambio social, en el sentido que se sugiere, puede resolver (disolver) la dualidad entre estructura (estática social) y cambio (dinámica social) que ha venido aquejando al pensamiento sociológico desde sus inicios. Se ha hecho referencia al doble entorno con el que convive cualquier realidad social: un entorno natural 'externo', configurado por el medio ecológico en el que la misma se halla enclavada, y un entorno natural 'interno', consistente en la dimensión presocial -desnudamente pulsional- de los propios individuos que constituyen esa realidad. Cualquier estructura social existe y se desarrolla a través del acoplamiento con ambos entornos. Desde este punto de vista, es indudable que los cambios que se producen en esos entornos de la estructura social actúan, en cierto modo, como causa eficiente de las transformaciones que se operan en ésta. Pero la causa formal de estas transformaciones sólo puede residir en la propia estructura, que es capaz de preservar su condición de tal a través de las mismas. La relación entre cambio social y estructura social puede concebirse asimismo de dos maneras: como cambio de-structivo (si se permite el neologismo, "degradativo") y como cambio estructurante. Un cambio degradativo se limitaría a erosionar la estructura a la que afecta, hasta provocar eventualmente su desaparición. Un cambio estructurante, por el contrario, sustituiría la vieja estructura, o aspectos de ella, por otras estructuras nuevas. El cambio degradativo resulta equivalente a un proceso de pérdida de información en la estructura. El cambio estructurante, por el contrario, in-forma la estructura, añadiéndole tal vez complejidad. En las realidades sociales coexisten los dos tipos de cambios, degradativo y estructurante. Lo que ocurre es que el cambio estructurante suele tener como finalidad principal, precisamente, sobreponerse a los cambios degradativos que inevitablemente padece la estructura. Una puntualización, a este respecto. Las estructuras sociales suelen cambiar, generalmente, en una dirección de mayor complejidad. Mas también se dan cambios estructurantes que restan complejidad a la estructura social, que resultan simplificadores de la misma. Conviene, sin embargo, no confundir este tipo de cambio simplificador con el cambio degradativo. La simplificación de una estructura (su sustitución por otra estructura menos compleja) es también un proceso (re)estructurante. A veces, una estructura debe pasar por procesos de reducción de su complejidad justamente para contrarrestrar los efectos deletéreos del cambio degradativo: para mantenerse, en definitiva, como estructura viable. Además, ciertas simplificaciones estructurales pueden ser necesarias para generar un nivel nuevo y superior de complejidad . A la luz del análisis precedente, es posible dar una primera respuesta a los dos interrogantes previamente formulados (¿Cómo debe ser la estructura para que el cambio sea posible en ella? ¿Cómo debe ser el cambio para que pueda resultar compatible con la pervivencia de algún tipo de estructura?). Una estructura capaz de convivir con el fenómeno del cambio sin resultar aniquilada por él, debe ser una estructura capaz de transformarse activamente a sí misma, una estructura capaz de autotrascenderse como tal. Un cambio relevante para la estructura, y asumible por ella, debe ser un cambio no degradativo, sino estructurante. La noción de morfogénesis, al referirse a una morphé o 'forma' (una estructura, en definitiva) que se genera a sí misma, aúna indisolublemente los conceptos de estructura y cambio, dotándolos precisamente de las características apuntadas. Pues una estructura capaz de transformarse activamente a sí misma sin desaparecer como tal, es una estructura morfogenética. Y, a su vez, un cambio estructurante es un cambio morfogenético. Una estructura morfogenética es intrínsecamente dinámica: no porque cambie simplemente -también las estructuras inertes sufren el cambio degradativo-, sino porque pervive en su condición de estructura a través de su propio proceso de cambio. Por su parte, un cambio morfogenético está con-génitamente ligado a la estructura en la que ocurre: no sobreviene a la misma como un factor externo, sino que la expresa y desarrolla. En realidad, las nociones de estructura morfogenética y de cambio morfogenético son equivalentes: un cambio generador de estructura y una estructura que se genera a sí misma mediante el cambio son dos aspectos del mismo tipo de realidad. Parece intuitivamente claro que la estructura social tiene carácter morfogenético, y que el cambio social es asimismo un cambio morfogenético. Las estructuras sociales son morfogenéticas porque tienen la posibilidad de cambiar de forma autónomamente (según su propia lógica interna), en respuesta a las perturbaciones de su entorno, y son capaces de realizar esa posibilidad justamente para seguir existiendo en tanto que estructuras. Los cambios sociales son morfogenéticos porque trans-forman -y no simplemente degradan- la estructura en la que se producen. Por ello, son cambios que se dirían constreñidos por una cierta intencionalidad intrínseca. Una intencionalidad en cierto modo distinta de la que es propia de la conciencia individual, pero que depende, como se verá, de ésta. En este punto conviene recordar, sin entrar a debatir a fondo el asunto, que hay formas preconscientes de intencionalidad (la del sistema inmunitario, por ejemplo), y formas de intencionalidad ultraconscientes o, mejor dicho, transconscientes (verbigracia, la esfera de las actividades económicas). En general, cuando una estructura morfogenética presenta una apariencia estática, esa apariencia debe considerarse como un epifenómeno de los procesos morfogenéticos, dinámicos, que han producido y continúan produciendo tal estructura. Desde un punto de vista morfogenético, en efecto, lo que se suele entender por estructura, es decir, la configuración a primera vista estática de la realidad en cuestión, es un aspecto superficial de las dinámicas morfogenéticas subyacentes a la misma. Así ocurre también en el caso de la estructura social. Mientras que lo radicalmente inerte no puede producir movimiento, el movimiento, sin dejar de existir, puede producir una apariencia de quietud. Es lo que ocurre con esas pelotas atrapadas en lo alto de un chorro de agua o de aire, que apenas se mueven al recibir una presión constante desde abajo. Esa quietud aparente, dinámicamente producida, recibe el nombre de estabilidad. La engañosa quietud de los estados estables es en realidad un epifenómeno de los procesos dinámicos que sostienen tales estados. La morfogénesis social es también un proceso dinámico que produce y reproduce sin cesar una estructura cuyos aspectos a primera vista estáticos corresponden en realidad a condiciones de estabilidad producidas por ese mismo proceso. La relativa estabilidad de esta estructura sería pues un resultado más o menos prolongado del hecho del cambio, y dependiente siempre del mismo.
3. Los niveles de análisis de la morfogénesis social.
Antes de pasar a describir en qué consisten los procesos de morfogénesis social a los que se ha hecho referencia, conviene aclarar una cuestión previa: ¿dónde se producen esos procesos? ¿Cuáles son los lugares en los que opera la morfogénesis social? La respuesta no tiene por qué ser unívoca, pues la ubicación de esos lugares dependerá tanto de la dimensión fenoménica como del nivel de resolución que se escojan al realizar el análisis. Es posible, por ejemplo, estudiar los procesos morfogenéticos sociales desde la perspectiva de las interacciones colectivas, aquellas que ocurren a una escala, por así decirlo, "molar". En ese caso, los espacios morfogenéticos coincidirían con los diversos grupos sociales involucrados en el problema que se pretende investigar. En el nivel más fino de resolución, sin embargo, las unidades en las que se localizan los procesos de morfogénesis social son los individuos. El examen de las realidades sociales a la escala "molecular" del sujeto individual constituye el nivel de análisis último, el que explica en definitiva todos los demás y es, en este sentido, el más "real" . Por consiguiente, será en este nivel donde se situará primariamente la discusión del problema de la morfogénesis social. No se entrará aquí a discutir, más allá de algunas aclaraciones puntuales, los distintos presupuestos ontológicos que es preciso asumir cuando se describe el carácter morfogenético de la interacción social desde una perspectiva 'molecular' (en el nivel del individuo) o 'molar' (en el nivel del grupo). Cabe simplemente señalar que, en definitiva, los grupos sólo existen a través de los individuos que los integran; en otras palabras, su realidad es un efecto emergente de la actividad de esos individuos (una actividad que incluye, por supuesto, los procesos de interaccón entre los mismos). Los teóricos sociales suelen distinguir dos dimensiones en la realidad que estudian: la microsocial y la macrosocial. La dimensión microsocial se daría en el ámbito de la acción del sujeto individual en interacción con otros sujetos. La dimensión macrosocial se constituiría en un dominio general, anónimo y "objetivo", en el que se manifestarían las consecuencias a gran escala de esas interacciones microsociales. A primera vista, la distinción entre estos dos niveles de la realidad social, el micro y el macro, resultaría similar a la que se acaba de sugerir entre 'escala molecular' y 'escala molar' de análisis. Pero en puridad se trata de conceptos bien diferentes. Desde la perspectiva que adopta este trabajo, el análisis de los procesos morfogenéticos, tanto a escala molecular como a escala molar, se enmarcaría en el contexto de la acción humana individual y grupal, respectivamente. Es decir, presupondría en todo caso una ontología de tipo agencial . La distinción micro/macro, por el contrario, suele delimitar un doble marco ontológico: mientras que los procesos microsociales se conciben por lo general en términos de acción, los procesos macrosociales suelen interpretarse como realidades "objetivas" de tipo estructural. Esas realidades "objetivas", si bien se entienden normalmente como el resultado acumulado de procesos agenciales concretos, pertenecerían a un ámbito distinto y en cierto modo separado del de la acción individual. La raíz de esta presunta separación hay que buscarla en la forma distinta como se concibe la constitución de la realidad social a nivel micro y a nivel macro. Por un lado, suele aceptarse que en su nivel micro esa realidad está subjetivamente constituida (según el horizonte de deseos, creencias, etc., de los agentes individuales implicados en procesos de interacción). Por otro, la realidad social a nivel macro se entiende revestida de la objetividad propia de una "cosa en sí". Mas del mismo modo que la realidad microsocial es un constructo de sujetos individuales concretos, la realidad social a escala macro es asimismo un constructo subjetivo -un constructo subjetivo ampliamente "distribuido", si se quiere, y en cuya elaboración se especializan determinados sujetos como son los sociólogos. Dicho de manera más precisa: la realidad social a escala macro no es sino la condición de concurrencia entre las imágenes micro y macrosociales generadas por innumerables sujetos individuales. La afirmación de que toda realidad social -tanto en el nivel micro como en el macro, e incluyendo la propia teoría sociológica acerca de esa realidad- es un constructo subjetivo, producirá cierta alarma entre quienes piensen que renunciar a la pretensión clásica de objetividad conduce al caos epistemológico más completo. Esos temores, sin embargo, son infundados. Lo único que entraña esa renuncia es la ubicación consciente del quehacer teórico en su contexto agencial -en definitiva, subjetivo. No es éste el lugar apropiado, sin embargo, para discutir esta peliaguda cuestión, cuya ubicación académica se situaría a caballo entre la epistemología y la sociología del conocimiento . En general, cualquier sujeto individual es capaz de elaborar, de manera endógena, representaciones peculiares de la realidad social en la que habita, tanto en el nivel micro como en el macro. Y lo que es más, ha de construirse tales representaciones si quiere mantener su viabilidad como agente en esa realidad. Pero, se dirá, ¿acaso no existe, aparte de esas imágenes macrosociales que los sujetos individuales presuntamente producen, una realidad macrosocial en sí misma, independiente de tales imágenes? No, no existe. Eso que se denomina la realidad social a escala macro no existe con independencia de las imágenes macrosociales (subjetivas) que constituyen tal realidad, del mismo modo que las realidades microsociales no existen con independencia de las correspondientes imágenes (asimismo subjetivas) que las animan. La única realidad "social" que puede describirse de manera apropiada según los supuestos de la objetividad clásica, es decir, como "existente en sí misma ahí fuera", es el ecosistema social humano. Sólo esta realidad puede concebirse, en sí misma, de forma "macizamente objetiva". Mas una cosa es el 'ecosistema social humano', y otra la sociedad humana. La sociedad humana es, enteramente, un hecho de conciencia. No es una realidad objetiva (en sentido clásico), sino precisamente el lugar donde se constituye -donde se define y redefine permanentemente- lo objetivo y lo subjetivo, a través de complejos procesos de anidamiento reflexivo de una y otra dimensión ontológica. Ocurre, sin embargo, que la teoría social ha venido confundiendo, desde siempre e inadvertidamente, 'ecosistema social humano' y 'sociedad humana' . Es como si un neurobiólogo, al contemplar el objeto de sus investigaciones, no distinguiese los procesos neurales de los (al parecer) correspondientes fenómenos mentales, pasando de unos a otros alegremente, como si pertenecieran a la misma substancia ontológica. La causa de esa confusión típica del pensamiento sociológico no ha de achacarse a una simple torpeza analítica. Más bien obedece al hecho de que, efectivamente, la realidad social propia de nuestra especie se constituye a través de un peculiarísimo acoplamiento entre ecosistema social (realidad "material") y sociedad (realidad de conciencia "distribuida" entre los sujetos individuales). Este acoplamiento tiene un carácter en cierto modo fractal: la realidad "material" y la propiamente social (conciente) se acoplan anidando infinitamente la una dentro de la otra. De ahí que ambos dominios ontológicos estén presentes a la vez en cualquier escala de descripción que se elija. Por eso, no es extraño que las dos realidades se confundan. Sin embargo, y justamente para evitar su inconsciente y anárquico entreveramiento en el plano epistémico, es necesario que la teoría social aprenda a establecer una precisa distinción analítica entre las mismas.
4. El individuo como sujeto morfogenético.
Como ya se ha afirmado, el sujeto individual es capaz de elaborar, de manera endógena, representaciones peculiares de la realidad social en la que habita, tanto en el nivel micro como en el macro. Esto es algo que muchas formas de 'individualismo metodológico' parecen ignorar. Según el punto de vista típico de esta corriente, el individuo funcionaría simplemente como una 'máquina micro' que sólo en su relación con otras máquinas análogas generaría, ciega e inopinadamente, la dimensión macro de lo social. Pero el agente individual no es una simple 'máquina micro' y, en este sentido, el sujeto social humano resulta altamente peculiar. Diríase que las sociedades animales, por lo que conocemos, funcionan sobre la base de representaciones exclusivamente micro de sí mismas, localizadas en los individuos que las componen. Ninguna hormiga parece poseer una representación global, siquiera sea aproximada, del hormiguero en el que habita, aunque todas disponen de esquemas conductuales que les permiten, en condiciones normales, guiar eficazmente sus interacciones con otras hormigas y con el entorno inmediato. Desde este punto de vista, no deja de tener cierta ironía el constatar que la perspectiva individualista metodológica podría revelarse tal vez satisfactoria si se utilizara para describir las sociedades de los insectos eusociales, cuyos individuos funcionan exclusivamente como 'máquinas micro'. Tal perspectiva, sin embargo -al menos en sus formulaciones tradicionales- resulta radicalmente inadecuada para dar cuenta de los fenómenos sociales humanos. En realidad, la complejidad micro/macro, característica de la realidad social humana, se reproduce endógenamente en el seno del sujeto individual. Cada agente es, en este sentido, una complejísima 'máquina micro/macro' de funcionamiento nada trivial , puesto que se constituye a sí misma precisamente en esa dualidad: ni el aspecto micro ni el aspecto macro del agente le vienen a dados a éste a priori, sino que se generan mutua y endógenamente en la propia relación que los vincula -la acción misma de ese agente. Así, es precisamente en el sujeto individual donde se da la relación productiva entre los niveles micro y macro. Ni el aspecto micro le viene dado al agente "desde dentro" (desde sus pulsiones presociales), ni el aspecto macro le sobreviene como dado "desde fuera" (desde una supuesta 'estructura social objetiva' interiorizada normativa o ideológicamente). Uno y otro aspecto son constructos endógenos del sujeto, constructos que, por supuesto, están constreñidos, pero no constituidos, tanto por el nivel energético o pulsional del individuo como por las interacciones físicas con el entorno natural y social (con el 'sistema ecológico humano'). El resultado de la relación mutuamente constituyente de ambos aspectos es un proceso morfogenético global que, en definitiva, configura al individuo como sujeto social. La subjetividad social del individuo, en efecto, no es otra cosa que el resultado dinámico de ese proceso. De manera que la morfogénesis del individuo como agente (y la morfogénesis, como veremos, de su correspondiente sociedad) no sólo ocurre en el nivel micro de su acción, sino que también opera, directamente, en el nivel macrosocial. Es a la vez micro y macro morfogénesis. Y la acción del individuo, que es el aspecto procesual de esa morfogénesis, es también a la vez, directamente, micro y macro acción. El individualismo metodológico, en el fondo, asume una teoría extraordinariamente limitada del sujeto individual. Concibe ese sujeto como existente "en sí y por sí", como entidad dada a priori en su relación con la realidad social. O, dicho de otro modo, entiende al agente como sujeto presocial, y no como sujeto socialmente autoconstituido. Mas el 'sujeto presocial' en realidad no existe como agente. O bien es el niño de corta edad, que todavía no puede concebirse propiamente como agente, o bien es nada más un nivel -el dominio puramente pulsional o energético- del sujeto agencial. De ahí que, mientras la perspectiva individualista siga postulando su peculiar concepción jibarizada del sujeto, los determinantes propiamente sociales de la acción individual deban ser concebidos por esta corriente como "constricciones externas" a la misma. Es cierto que los agentes sólo pueden definirse y constituirse como tales en la medida en que se representan a sí mismos en relación con otros agentes. Pero esto lo hacen de manera endógena: la autoconstitución socialmente relacional del sujeto humano individual es una capacidad congénita de ese sujeto,y opera de manera plenamente endógena. Obsérvese que, en realidad, es imposible constituir un sujeto de manera exógena -sería algo así como transformar un león en una vaca a través de sucesivas operaciones quirúrgicas. Ciertamente, es posible -incluso necesario- modular exógenamente la constitución de cualquier sujeto, pero nunca constituirlo "desde fuera". La constitución de un sujeto es siempre una autoconstitución, opera en todo caso endógenamente. Dicho de forma más precisa, es una autoconstitución de tipo autopoiético, sometida al requisito de clausura organizacional. En el caso del sujeto social humano, sólo una autoconstitución socialmente relacional resulta compatible con la condición de agente que lo define. Pues cualquier heteroconstitución del sujeto individual colapsaría su viabilidad misma como tal agente, la cual se fundamenta en la condición que he llamado 'clausura agencial' . La concepción al propio tiempo reducida y heterónoma del agente que predomina en buena parte de la teoría social ignora una de las características más fascinantes del sujeto humano -de su conciencia-: la capacidad congénita que tiene para generar mundos sociales propios, y para autoproducirse dinámicamente como persona -con determinados deseos, intereses, creencias, etc.- en esos mundos. Ese es precisamente el ámbito propio de la morfogénesis social humana, que coincide con el ámbito de la morfogénesis de la persona -del agente individual. Cada uno de esos mundos puede concebirse, si se quiere, como una 'estructura social' dinámica e idiosincrásica. Cuando es ésta la perspectiva que se adopta, hay tantas 'estructuras sociales' como sujetos individuales, y la "estructura social global" no es otra cosa que el conjunto de esas estructuras consideradas en su relación de interferencia agencial. Los procesos de interferencia agencial entre las estructuras individuales, desde luego, modifican éstas, produciendo posiblemente procesos de convergencia entre ciertos aspectos de sus configuraciones características. Mas la posibilidad contraria, a saber, que el resultado de esas interferencias sea la divergencia entre las estructuras individuales involucradas, está también siempre presente. Esta concepción de la realidad social como constructo personal de los sujetos, y no como "cosa en sí", no es fruto de un mero capricho metafísico. Si se postula es, entre otras razones, porque probablemente permita resolver buena parte de los dilemas y antinomias que cercan de perplejidades la reflexión sociológica . Una observación detenida de esos problemas podría revelar que muchos de ellos, si no todos, surgen como consecuencia del estéril intento de la embutir la dinámica de la acción social en la bota malaya de la objetividad clásica. Además, la complejidad reflexiva de las sociedades actuales hace cada vez más improductivos e ilusorios los intentos de pensar una estructura social "en sí", concebida al margen de las abigarradas imágenes que los sujetos individuales producen acerca de la misma. El sujeto moderno desarrolla elaboradas estrategias de actuación en el nivel macro, que no pueden cartografiarse en una única estructura "real". Y son esas estrategias las que, en buena medida, están en el origen de los procesos morfogenéticos característicos de la presente realidad social. ¿Cómo cabe describir esos procesos, que se dan en el sujeto individual, pero que por todo lo dicho también afectan directamente a la totalidad social?
5. Principios de conservación y morfogénesis.
Para describir adecuadamente un proceso morfogenético no es suficiente apelar a la noción genérica de 'cambio'. Pues, como se apuntó al comienzo de este trabajo, el concepto de cambio puede entenderse de varias formas, y no todas ellas son compatibles con la idea de morfogénesis. El cambio característico de los procesos morfogenéticos no es un cambio cualquiera. Es un cambio puesto al servicio de una cierta permanencia. Si se pretende describir una realidad en términos morfogenéticos, por tanto, es preciso manejar no sólo una idea peculiar de cambio, sino también un principio de conservación adecuado. Un proceso morfogenético no es una dinámica en la que cualquier cosa puede transformarse en otra, de manera arbitraria. Eso no sería morfogénesis, sino caos -en el sentido coloquial de la palabra, no en el técnico. Para que pueda hablarse propiamente de morfogénesis en un sistema, la evolución de la "morphé" (de la forma) del mismo debe conservar ciertos parámetros que de algún modo mantengan la identidad de ese sistema a lo largo de su proceso de transformación. El cambio del sistema en cuestión es entonces un cambio constreñido por tales parámetros o principios conservativos. Por ejemplo, los procesos morfogenéticos que han permitido la evolución de la vida sobre la Tierra están guiados por un gran principio de conservación de tipo exógeno: el principio de conservación de la viabilidad del organismo . A la vez, esos procesos respetan otros principios conservativos de carácter endógeno: el más fundamental sería el principio de conservación de la autopoiesis del ser vivo. Este principio básico se intrumentaría mediante principios de conservación de segundo nivel, como pueden ser el de la irreversibilidad de la traducción ácidos nucleicos-proteínas , o las reglas generales que rigen la expresión génica. En el plano ontogenético, el idéntico genoma contenido en el núcleo de cada célula del organismo es el gran principio de conservación que dirige y al propio tiempo constriñe la morfogénesis del mismo -junto con los mecanismos de expresión génica típicos de cada especie. ¿Cuál puede ser el principio de conservación que regule la morfogénesis social del individuo? Ese principio ya se ha mencionado en otro lugar de este trabajo: es el principio de clausura agencial, equivalente en cierto modo al principio de conservación de la autopoiesis del ser vivo. ¿En qué consiste ese principio? Buena parte de las teorías contemporáneas de la acción -no sólo las de vocación sociológica: también muchas de las asumidas por la psicología, la Inteligencia Artificial, y la llamada filosofía de la acción- no llegan a adquirir plena conciencia de la dificultad que entraña el hecho aparentemente simple de ser un agente. Un agente es todo lo contrario de un robot externamente programado. Para mantener su competencia agencial, el ser humano tiene que estar permanentemente empeñado en un proceso inacabable e idiosincrásico de producción y reproducción de sentido. Sólo podemos actuar dando sentido a lo que hacemos, y ese sentido depende, en definitiva, de toda la red de significados que nos constituye como agentes. Se trata de una red organizacionalmente cerrada, en la que los significados se remiten los unos a los otros: pues es justamente esa remisión de unos significados a otros la que constituye dicha red, cerrándola sobre sí misma y dotándola así de sentido. Y es este sentido que la condición de clausura de la red establece lo que permite transitarla con sentido -sin perderse por el camino. Pero esa red organizacionalmente cerrada es, ineluctablemente, una creación propia y peculiar del sujeto individual, constantemente producida y reproducida por el mismo. Nadie puede penetrar en tal red desde fuera, introduciendo trozos de su propia red en la nuestra. La interacción humana sólo permite la facilitación, mediante acoplamientos físicos adecuados, de procesos coevolutivos entre las conciencias relacionadas por esa interacción. Unas conciencias que en todo caso mantienen su singularidad y autonomía. En definitiva, su clausura organizacional característica. Ahora bien, el principio genérico de clausura agencial, que permite al sujeto individual conservar su viabilidad como agente en un entorno determinado, debe, como el principio de autopoiesis del organismo, instrumentarse de manera concreta. La noción de conservación de la simetría puede suministrar la base de esa instrumentación. Pues, como se verá, todo grupo de simetrías se define por una condición de clausura entre sus operaciones. A partir de este enfoque, la clausura agencial del sujeto individual se realizaría por medio del principio de conservación de las simetrías agenciales de ese sujeto. Desde esta perspectiva, el sujeto individual produciría y reproduciría su condición de clausura agencial a través de un proceso permanente de producción y reproducción del conjunto de simetrías agenciales que lo definirían como tal sujeto.
6. La noción de 'ruptura/recomposición de simetrías'.
La noción de simetría, expresada del modo más intuitivo y general, haría referencia a una transformación experimentada por un objeto y que tiene como resultado la generación de ese mismo objeto. Una simetría es, pues, una transformación que, a través de un cierto proceso de cambio, reproduce de alguna forma el objeto sometido a la misma. "Symmetry means sameness under some transformation" . La idea de simetría se expresa en términos matemáticos rigurosos a través del concepto de grupo de simetrías o, simplemente, grupo. Desde este punto de vista, un 'grupo' no sería otra cosa que el conjunto de las simetrías que son características de un determinado objeto. Así, un triángulo equilátero tiene tres ejes de simetría rotacional (si se rota sobre su centro, se obtiene aparentemente el mismo triángulo cada 120º), y tres ejes de simetría reflexiva (que reproducen triángulos coincidentes mediante giros de 180º en el espacio tridimensional). Obsérvese que una combinación de estas transformaciones puede ser equivalente a otra transformación. Por ejemplo, en el caso del triángulo equilátero, una rotación de 120º, seguida de un giro de 180º, equivale a dos rotaciones de 120º. En general, una condición necesaria para poder actuar de manera eficiente sobre un objeto es conocer, de forma explícita o implícita, los grupos de simetría que lo definen. Así, estamos persuadidos de que es más fácil hacer rodar una esfera que cualquier otro cuerpo (pongamos por caso, un cubo) porque sabemos implícita, prácticamente que una esfera tiene infinitos ejes de simetría rotacional. (Se trata, por supuesto, de un saber no consciente, implícito en el sentido de engramado inadvertidamente en nuestro cerebro, en nuestro cuerpo). Sólo conociendo las simetrías típicas de un objeto podemos calcular (probablemente de manera práctica, no teórica) las consecuencias de nuestra acción sobre ese objeto. Obsérvese, por ejemplo, que desde este punto de vista una actividad como la danza sería la expresión (y la realización) del conocimiento práctico que tenemos acerca un objeto muy peculiar: nuestro propio cuerpo considerado como grupo de simetrías en relación con su capacidad de movimiento. En realidad, nuestro entero mundo perceptivomotor puede concebirse, en términos analíticos, como un complejísimo sistema de grupos y subgrupos de simetrías. El conocimiento y dominio práctico de ese sistema es lo que nos permitiría tratar competentemente con los objetos físicos que nos rodean El característico mundo perceptivo motor de cada sujeto individual se generaría por medio de una peculiar historia de rupturas y recomposiciones de simetrías. El proceso, en síntesis, se desarrollaría como sigue: a partir de simetrías simples, y como consecuencia de procesos de desestabilización de las mismas por la acción de las perturbaciones procedentes del medio externo e interno, se generarían disonancias entre esas simetrías. Tales disonancias podrían conducir finalmente a rupturas de los grupos de simetrías afectados, que tendrían que recomponerse -de manera probablemente más compleja- para recuperar (rehacer) la eficacia de la acción perceptivomotora del sujeto. La ruptura y recomposición de un grupo se simetrías equivale de hecho a la complejización/simplificación del correspondiente objeto. Esto puede ocurrir, bien por desdoblamiento (como cuando, para seguir con el ejemplo de juguete ya utilizado, superponemos dos triángulos equiláteros formando una estrella de David), bien por aumento o disminución en el número de dimensiones del objeto. Así, un triángulo equilátero definido en un espacio de dos dimensiones, y que sólo puede rotar sobre su centro, nada más tiene tres ejes de simetría rotacional. Sin embargo, si añadimos al triángulo una tercera dimensión (si lo ubicamos en un espacio tridimensional), aparecen otros tres ejes de simetría reflexiva. Los procesos de ruptura y recomposición aludidos ocurrirían de forma más bien brusca. En general, una simetría no suele romperse a menos que el sujeto haya encontrado ya -o esté a punto de actualizar- otra que la sustituya eficazmente. De no ser así, la actividad del sujeto se vería gravemente comprometida: durante cierto tiempo no podría calcular las consecuencias de su acción. Se trata, por supuesto, de procesos inconscientes, que se manifiestan como cambios en la Gestalt perceptual. Según la hipótesis tal vez más verosímil, la debilitación de una simetría atacada por perturbaciones y disonancias graves, movilizaría mecanismos inconscientes de búsqueda reiterada de alternativas. Cuando se encuentra una alternativa suficientemente viable, ésta irrumpe en la consciencia y aniquila la vieja simetría cuestionada, a la que sustituye casi de repente. Ahora bien, repárese en que este proceso de ruptura y recomposición de simetrías perceptivomotoras es un proceso morfogenético, mediante el que progresivamente construimos nuestro entero y peculiar mundo de objetos físicos. Ciertamente, nuestras capacidades y realizaciones constructivas no son arbitrarias: han sido finamente talladas, a lo largo del proceso evolutivo que ha originado nuestra especie, de modo que normalmente nos permitan un acoplamiento práctico viable con el "mundo físico en sí, existente ahí fuera". Pero eso no debe llevarnos a ignorar el carácer de constructo subjetivo, endógeno, de nuestro mundo perceptual, carácter que se revela en ciertos desórdenes neurológicos, como la agnosia y la apraxia, en infinidad de experimentos, y en las diferencias interculturales. El estudio de la morfogénesis de nuestro mundo perceptivomotor a través de la noción de simetría está sólo en sus comienzos. Sin embargo, constituye un programa de investigación incitante y prometedor . Un programa que podría extenderse a otros dominios de la actividad mental. La noción de ruptura/recomposición de simetrías es tan general que puede resultar clarificadora en ámbitos muy distintos del conocimiento. En los últimos tiempos la idea ha sido ampliamente utilizada por las ciencias de la naturaleza, sobre todo la física. Su uso juega un papel central en la formulación de las teorías cosmológicas modernas. Se trata de un concepto aplicable también al campo de la biología, con vistas a explicar los fenómenos de morfogénesis del organismo. Las ciencias sociales pueden beneficirse asimismo de un empleo apropiado de ese concepto. Por su mismo carácter abstracto y general, es posible sacar provecho de la idea de ruptura/recomposición de simetrías a partir de teorías sociológicas diversas, en relación con fenómenos sociales muy variados, y asumiendo distintos niveles de resolución en el análisis de los mismos. La noción puede sin duda utilizarse en un nivel molar, en el sentido previamente indicado. Sin embargo, en la sección siguiente, y en coherencia con la perspectiva metodológica que ha sido sumariamente expuesta en el apartado tercero, se intentará aplicar la idea al ámbito de la acción del sujeto individual. Sólo en la última sección de este trabajo se hará una concisa referencia a las virtualidades interpretativas del concepto en el ámbito de la acción colectiva.
7. La noción de ruptura/recomposición de simetrías agenciales.
La agencia humana constituye un dominio propio, distinto del ámbito perpetivomotor que, no obstante, esa agencia presupone. Los humanos, a diferencia de otros animales, contamos con dos niveles de actividad consciente : el perpectivomotor, y el conceptivoagencial. En el nivel perceptivomotor de nuestra actividad consciente, vehiculamos una conducta de tipo motor mediante perceptos y emociones, de modo análogo a como lo hacen, al parecer, otros vertebrados superiores. El nivel de actividad conceptivoagencial se da exclusivamente en nuestra especie: es el ámbito en el que se despliega la acción propiamente humana o agencia, que se configura mediante conceptos y modalizaciones de nuestro yo. Pensamos mediante conceptos -y no simplemente a través de perceptos- porque somos agentes. Y podemos ser agentes porque tenemos la capacidad de proyectar en nuestra conciencia, de manera concurrente y nidificada, aspectos de nuestra propia subjetividad. Es decir, porque disponemos de un yo modal. Del mismo modo que cada uno de nosotros tiene que producir un mundo perceptivomotor que nos capacite para tratar eficazmente con nuestro entorno físico, todos debemos también construirnos un universo conceptivoagencial que nos permita actuar como agentes competentes en nuestro mundo productivo y social. Obsérvese, a este respecto, que el ámbito productivo humano es la esfera del trabajo, entendiendo esta categoría en sentido amplio: los humanos sólo podemos relacionarnos productivamente con la naturaleza conociéndola y transformándola mediante conceptos. Nuestro mundo social, por su parte, está constituido por todas la imágenes de agentes, reales e imaginarios, de las que tenemos conciencia -incluyéndonos, por supuesto, a nosotros mismos. Entre el dominio productivo y el social se da la misma relación de anidamiento mutuo que detectábamos en el acoplamiento existente entre el ecosistema social humano y la realidad social. En la sección anterior se avanzó la tesis de que la morfogénesis de nuestros mundos perceptivomotores puede explicarse por medio de la noción de ruptura/recomposición de simetrías. De modo similar, la morfogénesis de nuestro universo agencial (que incluye la totalidad de nuestros conceptos y modalizaciones) puede concebirse como resultado de un proceso de ruptura/recomposición de simetrías agenciales (y, específicamente, conceptuales y modales). Ese proceso respeta y, a la vez, realiza la clausura agencial del sujeto individual, preservando así endógenamente la condición de agente del mismo frente a las perturbaciones externas e internas que la amenazan. A través de tal proceso, el sujeto se constituye dinámicamente como un universo social poblado tanto por 'otros' agencialmente significativos como por sí mismo. El sujeto humano, en efecto, no vive en un universo social, sino que, como ya se ha sugerido, es un universo social. El sujeto con-vive, ciertamente, con un 'entorno social externo'. Pero éste se halla compuesto por una pluralidad de universos sociales, correspondientes a cada uno de los sujetos individuales con los que ese sujeto interactúa -directa o indirectamente. Si se quiere, puede darse el nombre de metauniverso social a ese conjunto de universos sociales en interacción. El universo social propio de cada sujeto individual no es un mero agregado de 'otros', sino que está altamente estructurado, como consecuencia de haberse constituido, a lo largo de la biografía de ese sujeto, a través de complejos procesos de ruptura/ recomposición de simetrías agenciales. Una condición inicial de simetría agencial se establece cuando en una determinada situación potencialmente interactiva, ego contempla a cualquier posible alter presente en esa situación simplemente como 'otro yo'. Naturalmente, para que surjan esas condiciones de simetría es preciso que ego haya constituido previamente la referida situación, insuflándole un sentido propio. Una situación no es un estado de cosas. Es un lugar en el que un sujeto enfrenta cierta realidad-objeto desde determinada intención subjetiva. Pero tanto esa realidad-objeto como la mencionada intención son puestas (conceptualmente la primera, modalmente la segunda) por el sujeto, que así constituye la situación. Desde este punto de vista, una situación es un constructo del sujeto o sujetos que la enfrentan. Los procesos de ruptura/recomposición de simetrías agenciales se vehiculan formalmente por medio de las capacidades auto- y hetero- reflexivas del sujeto individual. Inicialmente, en el recién nacido, esas capacidades son nulas. En un estadio más avanzado, el niño comienza a representarse reflexivamente al otro en tanto que realidad perfectamente simétrica, como otro yo en una determinada situación. Bien entendido: como 'otro yo' en el lugar correspondiente de la situación de que se trate. Supongamos que Sandra, una niña de tres años, juega despreocupadamente con su muñeca. De repente, ve que se acerca Olga, otra niña de su edad, aparentemente interesada en lo que hace Sandra. Esta, inquieta, estrecha fuertemente la muñeca entre sus brazos, mientras dirige una mirada severa e insistente a Olga. Naturalmente, Sandra ha construido una situación bien simple: "yo con muñeca-ella sin muñeca". Por supuesto, es bien consciente de las diferentes posiciones situacionales que ocupan ella y Olga en esa situación. Pero Sandra se imagina que Olga ocupa esa posición distinta de la suya en la condición de 'otro yo', es decir, como la ocuparía ella misma de encontrarse en su lugar. Ahora bien, Sandra está encantada de tener su muñeca, y en consecuencia imagina que Olga está asimismo deseosa de poseerla, quitándosela. De ahí su actitud de alarma. Así pues, ego, en su percepción prístina de alter, concibe a éste como un alter ego. Mas en el curso mismo de su interacción con los demás, ego se da cuenta de los desajustes que se producen entre sus expectativas acerca de la conducta de los otros y las conductas reales de éstos. De este modo, el niño no tiene más remedio que modificar su postulado inicial de simple simetría. Descubre que, en esta o aquella situación, el otro no es como él, y así la condición inicial de simetría perfecta -equivalente al estado de naturaleza de que hablaba Hobbes- se rompe. La re-flexión de ego en el otro debe incluir entonces una diferencia, convirtiéndose en reflexión asimétrica. En general, las simetrías agenciales se rompen reflexivamente (por re-flexión de ego en el otro), y la complejidad de esta ruptura depende de la profundidad de esa reflexión. Pues cuanto más niveles involucra la misma, más situaciones y más otros la definen.
8. Estabilidad y desestabilización de simetrías agenciales.
Parece razonable asumir la hipótesis de que una larga y compleja historia de estos procesos reflexivos tiene como consecuencia la estabilización (conceptual y modal) de ciertas situaciones características y de determinados agentes típicos en las mismas. Pues el proceso de reflexión, si bien podría, desde un punto de vista formal, continuar indefinidamente en una sucesión infinita de niveles (sin alcanzar, por tanto, condición estable alguna), se halla materialmente limitado por la imaginación y la memoria de ego, así como por las urgencias de su acción -es decir, por el recurso tiempo. Cuando un proceso es, a la vez, formalmente infinito y materialmente limitado, no se desarrolla más allá de cierto umbral de estabilidad, definido en última instancia por sus constricciones materiales. Pero, además, recuérdese que se trata de un proceso reflexivo. Por esta razón, su punto de estabilidad se determinará, a su vez, reflexivamente, es decir, de manera relativamente independiente de la voluntad individual de ego y atendiendo a las circunstancias de todos los agentes que el mismo considera (y a las voluntades que ego imagina en esos agentes). La estabilidad del proceso reflexivo se determina así por motivos materiales, pero a través de la propia constitución formal de ese proceso. El resultado es una estabilidad particularmente robusta y aparentemente "objetiva" -en el sentido de no dependiente meramente del albedrío de ego. De este modo, las propias facultades reflexivas del sujeto individual generan un conjunto relativamente estable de situaciones y de alteres que parecen tener vida propia, y que aun siendo constructos de ese sujeto, afirman su existencia frente a los deseos e intenciones de éste. Esas situaciones y esos alteres van configurando progresivamente una estructura agencial de gran riqueza, a través de la cual el sujeto individual interpreta sus encuentros sociales. Las situaciones particulares y las personas concretas con las que este sujeto se relaciona son sometidas a una "lectura" en clave de la referida estructura, y a su vez son capaces, si exhiben alguna anomalía lo bastante grave, de redefinirla. La estabilidad de la estructura en cuestión, por tanto, es sólo relativa, y puede sufrir profundas y súbitas transformaciones, como veremos a continuación. En todo caso, la emergencia de tal estructura sería, claramente, un proceso morfogenético. Un proceso a través del cual cada agente sería capaz de construir su idiosincrásico universo social. Obsérvese que, a pesar de la presencia y el peso de la referida estructura, cada vez más elaborada, los mecanismos básicos generativos de la misma siguen estando disponibles en todo momento para el sujeto individual. Así ocurre, por ejemplo, con el mecanismo de reflexión en el otro como 'otro yo'. Supongamos que un líder político con el que no tenemos demasiada afinidad ideológica -a quien, desde luego, nunca habíamos considerado como 'otro yo'- sufre un atentado. En esa situación imprevista, que en cierto modo rompe nuestros esquemas de relación agencial con el líder en cuestión, nos reencontramos con él como con 'otro yo', y surge en nosotros una corriente de empatía hacia esa persona. En todas las situaciones en que, previamente, habíamos considerado la existencia de ese político, los propios conceptos situacionales empleados al definir la condición de agente del mismo hacían imposible cualquier relación de simple simetría entre él y nosotros. Dicho de otro modo: la simetría estaba rota de antemano a través de los indicados conceptos situacionales, constitutivos, para nosotros, de la identidad agencial del aludido líder. Esta persona se mantenía, así, firmemente ubicada en una región "madura", elaborada y relativamente periférica, de nuestra estructura agencial. Sin embargo, la 'situación atentado' está caracterizada por una inmediatez tan brutal que, por así decirlo, produce en nosotros una reflexión directa en la persona que lo padece. No todas las situaciones son iguales. Hay situaciones más básicas o centrales que otras en relación con nuestra clausura agencial. Y las situaciones de riesgo inminente para nuestra integridad física son las más básicas de todas. La clausura agencial del sujeto es increíblemente plástica (en un sentido análogo al que tiene en biología el concepto de 'plasticidad metabólica'). Pero algunos aspectos de esa clausura son irrenunciables si la misma ha de mantenerse. Las situaciones correspondientes a esos aspectos son las que se califican de 'básicas'. La disponibilidad permanente de todos los mecanismos reflexivos que han producido histórica, biográficamente, nuestra estructura agencial -nuestro universo social- dota a ésta de una plasticidad morfogenética asombrosa. Permite, por ejemplo, procesos profundos y casi súbitos de cambio en esa estructura -"conversiones", fenómenos de resocialización, síndromes de Estocolmo, etc. Y no se trata tan sólo de fenómenos 'microsociológicos': hechos de clara transcendencia 'macro', como modas, crisis políticas, revoluciones etc., se originan asimismo como consecuencia de la "excitación" coincidente -en multitud de individuos, y en cada uno de ellos de modo idiosincrásico- de esos mecanismos reflexivos. Es justamente el carácter endógeno e individualmente peculiar de esa "excitación" lo que explica la dinámica metaestable, fracturada y emergente -compleja, en definitiva- de los aludidos procesos a gran escala.
9. Temperatura agencial.
Así pues, las facultades auto- y hetero-reflexivas del sujeto permiten el despliegue de procesos de ruptura en las simetrías agenciales de éste. Mas esas facultades, que definen la forma o sintaxis de tales procesos, serían por sí mismas incapaces de determinar el contenido concreto, semántico-pragmático, de éstos. La analogía con el lenguaje verbal es, en este punto, clara: las reglas sintácticas nos permitirían construir todas y cada una de las oraciones gramaticalmente correctas de una lengua. Pero sólo desde el dominio semántico-pragmático cabría distinguir aquéllas que tienen sentido de las que no lo tienen. Repárese en que las facultades reflexivas del agente se ejercen siempre en una situación constituida, en última instancia, por el interés de ese agente. Y este interés traduce, a fin de cuentas, las urgencias psicológicas del sujeto. Ciertamente, los intereses del agente no existen con independencia de su estructura agencial -de su universo social. Todo interés individual se define a partir de, y en relación con, esa estructura. De ahí que los intereses del individuo sean, directamente, hechos sociales. Lo que ocurre es que esos intereses traducen y re-presentan en el dominio agencial las tensiones psicológicas -subsociales- del sujeto. Cualquier proceso agencial se dispara y despliega movido por una presión psicológica que suministra la energía para tal proceso. Los fenómenos reflexivos que dan forma al mismo sólo se movilizan en respuesta a esa presión, y dependiendo de su intensidad. Es esta presión psicológica la que provoca, en última instancia, el tipo de situación que enfrenta el agente. Si tenemos mucha sed, esa sensación genera en nosotros una tensión psicológica tan insoportable que no podemos dedicarnos a otra cosa que no sea buscar los medios de apaciguar esa sed. Si vamos tranquilamente al banco con el propósito de domiciliar una cuenta, pero cuando estamos dentro nos vemos encañonados por unos atracadores, tenemos motivos para olvidarnos del marco situacional que nos ha llevado allí, y sustituirlo por otro bien distinto. Son, pues, las presiones psicológicas a que nos vemos sometidos por las circunstancias (por los acontecimientos del medio externo e interno ajenos a nuestra voluntad) las que actúan como causas eficientes en la definición material de las situaciones que enfrentamos. Y esas definiciones cambiantes -psicológicamente determinadas- de la situación de base en que nos encontramos, nos obligan a desplegar procesos agenciales (conceptuales, modales, reflexivos) específicos. De este modo, las posibilidades casi infinitas de nuestra "sintaxis agencial" se ven enormemente reducidas en el nivel semántico-pragmático. El despliegue de tales procesos agenciales concretos, seleccionados por las demandas psicológicas que subtienden la acción humana -es decir, por nuestra base energética subsocial-, tiene como efecto la recomposición permanente de la clausura del sujeto como agente -de su estructura agencial. Así pues, el sujeto no construye contemplativamente esa estructura. Sus procesos reflexivos no son, en general, de índole teórica. Los produce en el curso de su acción y precisamente para satisfacer las exigencias de la misma. Ahora bien, las exigencias de la acción son, básicamente, dos. Ya se ha hecho referencia a la primera de ellas. Se trata de una exigencia energética: debemos actuar con el objetivo general de mantener nuestra tensión psicológica en un nivel aceptable. Obsérvese, sin embargo, que ese "nivel aceptable" no se mentiene constante. A veces necesitamos incrementar nuestra tensión psicológica, como cuando vamos a ver una película de miedo, y otras veces tendemos a disminuirla al máximo. La segunda de exigencia de la acción es de índole estructural: consiste en el mantenimiento, a través de la actuación del agente, de su propia 'clausura agencial' como sujeto. Sin esa condición de clausura, según ya se ha apuntado, el agente no sería capaz de dar sentido a sus acciones. Existe, sin embargo, una mutua dependencia entre las dos exigencias mencionadas. Por una parte, la necesidad de mantener la tensión psicológica -el componente energético de la acción- en un nivel aceptable, obliga al sujeto a transformar permanentemente, de modo más o menos radical, las características de su clausura como agente, es decir, su estructura agencial o universo social. Mas, por otra parte, las perturbaciones de esa estructura agencial son una fuente directa de tensión psicológica. Tenemos que actuar, ciertamente, para satisfacer nuestras urgencias "energéticas" -el deseo sexual, la evitación de sensaciones de malestar y angustia, etc. Pero, a diferencia de otros animales, necesitamos también actuar para reducir la tensión psicológica -la mortificación- que nos producen las disonancias pragmáticas que amenazan la viabilidad de nuestra propia clausura agencial. Dicho en otras palabras: nuestra base energética subsocial es sensible a la estabilidad de nuestra clausura agencial, y por tanto a la dinámica de nuestro universo social. Esta mutua dependencia entre el nivel energético y el nivel propiamente agencial es uno de los rasgos más fascinantes de la acción humana. Es el factor que explica, por ejemplo, que haya científicos desinteresados en su búsqueda de la verdad, revolucionarios altruistas, fanáticos y mártires. El problema es que, para complicar aún más las cosas, los dos niveles referidos suelen actuar al mismo tiempo, y de manera inextricablemente entrelazada. Así, un revolucionario altruista suele moverse tanto por el placer que le reporta la sensación de reconocimiento y poder fruto de su actividad -nivel directamente energético-, como por la fidelidad a determinadas ideas. Unas ideas que, por otra parte, le ayudan a dar sentido a su mundo -a preservar su clausura agencial-, y sin las cuales se sentiría perdido y angustiado -de nuevo, nivel energético. Como se ha apuntado, la tensión psicológica adecuada del agente varía según las circunstancias. Pero, frecuentemente, la tensión psicológica real desborda esa tensión adecuada, por arriba o por abajo. En el primer caso, nos preocupamos. En el segundo nos aburrimos. Se denominará temperatura agencial al superávit o déficit de tensión psicológica que el sujeto padece en cada momento. Desde este punto de vista, la 'temperatura agencial' sería la causa eficiente, energética, de la acción del sujeto. En general, éste trata siempre de mantener su temperatura agencial próxima a cero, y actúa en consonancia con este principio de conservación básico. Si los mecanismos auto- y hetero-reflexivos arriba indicados pueden dar cuenta formalmente del surgimiento de la estructura agencial del sujeto, el principio de minimización del valor absoluto de la temperatura agencial de éste explicaría materialmente -aunque sólo en parte, como se verá- el contenido de esa estructura. Es decir, ese principio permitiría entender el hecho de que los mecanismos reflexivos indicados actúen sobre estas o aquellas situaciones, y así definan una u otra estructura agencial concreta.
10. Recomposición de simetrías agenciales.
Hasta el momento, se ha hablado de rupturas de simetrías, pero no de su recomposición. Según se ha sugerido, la ruptura de las simetrías agenciales del sujeto ocurre como consecuencia de incrementos en la temperatura psicológica del mismo ("causa eficiente"), y por medio de procesos auto- y hetero- reflexivos ("causa formal"). La recomposición de esas simetrías rotas tiene también dos causas. En primer lugar, la "disipación agencial" de esos incrementos de temperatura: el sujeto se ve impelido a actuar para rebajar la tensión psicológica que padece. En segundo lugar, las propias capacidades reflexivas del sujeto que, operando sobre los elementos de su estructura agencial (básicamente, conceptos y modalidades), la reorganizan. Una ruptura en las simetrías agenciales del sujeto representa la desarticulación más o menos profunda de las relaciones entre los elementos de la estructura agencial del mismo. Pero esos elementos no desaparecen, sino que son susceptibles de una redefinición que les permita estructurarse de otro modo (congruente con el resto de la estructura agencial del sujeto y, en definitiva, con su clausura como agente). La temperatura agencial tiene así efectos análogos a la temperatura física: a bajas temperaturas, la realidad se solidifica en estructuras elaboradas y relativamente estables. A temperaturas altas, la realidad se desestructura, los vínculos entre sus elementos desaparacen, y así gana en desorden. Cuando la temperatura psicológica del sujeto sube, la necesidad de actuar urgentemente para disminuirla puede provocar reorganizaciones radicales de su estructura agencial. Cabría decir que la energía psicológicamente libre del sujeto tiene que convertirse, para que no desarticule la viabilidad de éste como agente, en energía agencialmente ligada. Ocurre, sin embargo, que la doble dependencia existente entre nuestra base energética y nuestro nivel agencial se manifiesta también en esta tesitura: la mera expectativa de reorganizaciones importantes en nuestra clausura agencial -en definitiva, en nuestro universo social- puede originar elevaciones notables de nuestra temperatura psicológica. Es lo que ocurre, por ejemplo, en los procesos revolucionarios, cuando la gente abandona su forma de vida cotidiana, e invade con su acción el dominio político antes reservado a unos pocos. En un escenario menos grandioso, es también lo que sucede cuando la expectativa de un cambio importante en nuestra vida -unas oposiciones, por ejemplo- nos empuja a desarrollar una actividad frenética de la que no nos creíamos capaces. En suma, las rupturas y recomposiciones de simetrías agenciales del sujeto deben ponerse al servicio de su acción, deben resultar agencialmente eficaces. Son las exigencias de la acción en cada momento las que provocan esas rupturas y fuerzan su recomposición. El motivo que nos impulsa a reorganizar nuestra estructura agencial es, en definitiva, el problema que nos plantea la situación que enfrentamos como agentes. Si nos distinguimos del otro, y tratamos de entender sus peculiares intenciones, etc., es porque necesitamos del otro en la situación que (presuntamente) compartimos con él. Y la urgencia por resolver esa situación, que puede ser considerable, dependerá de nuestra temperatura agencial en relación con tal situación. En consecuencia, y de acuerdo con la necesidad que tengamos de actuar en la situación a partir de la cual una ruptura de simetría se ha producido, necesitaremos, de manera más o menos perentoria, recomponer en cierto modo esa ruptura. Esto se consigue, básicamente, redefiniendo la situación a la luz de la referida ruptura de simetría, de forma que emerja en ella un nuevo esquema de simetría que nos permita calcular la acción adecuada a realizar. El tipo de redefinición de una situación que ofrece más interés desde un punto de vista estrictamente sociológico es su replanteamiento en los términos de una transacción. Una transacción no es un mero intercambio. Es, literalmente, una trans-acción, una acción de ego que requiere y se cumple a través de la acción de otro. Todos los intercambios son trans-acciones, pero no todas las trans-acciones son intercambios (el caso más claro es el de las transacciones no recíprocamente reflexivas: yo puedo actuar a través de la acción de otro sin que éste se dé cuenta de que con esa acción está proporcionándome los medios de mi propia acción). El establecimiento de una transacción efectiva (generadora de conductas congruentes) equivale a una recomposición de la simetría reflexivamente rota en una situación determinada. Así pues, las simetrías agenciales se rompen reflexivamente, y se recomponen transaccionalmente. El proceso de generación de rupturas reflexivas de simetrías agenciales, a lo largo de la biografía del individuo, corre en paralelo con el proceso de recomposición transaccional de esas rupturas. Y son esos dos procesos correlativos los que, dinámicamente, van constituyendo el universo social altamente estructurado que es cada individuo como realidad de conciencia. Conviene subrayar en este punto que la dinámica del establecimiento de esas transacciones no depende sólo de ego, sino también de los alteres "reales" que interactúan con éste. En consecuencia, el contenido material del universo de ego como agente no está sólo determinado por la temperatura agencial de éste, sino también por la conducta físicamente manifiesta de esos alteres: esa conducta formaría parte del 'entorno externo' de la agencia, mientras que la temperatura de ego constituiría el 'entorno interno' del proceso agencial.
11. Posibles desarrollos de la teoría.
Las ideas anteriores, traducidas a un nivel, si se quiere, "molar" -en vez de "molecular"- permitirían también analizar la dinámica morfogenética de sistemas institucionales y organizacionales. Con vistas a este propósito, sería necesario perfilar una batería de conceptos-puente adecuados. Conceptos como los de 'universo visible de acciones', 'accesibilidad entre universos visibles', 'accesibilidad pragmática', 'universo (presuntamente) compartido de interacción', etc., facilitarían el paso del nivel individual al colectivo sin pérdida apreciable de información. Por ejemplo, la noción de universo (presuntamente) compartido de interacción (U(P)CI), equivalente en cierto modo a la de institución, podría definirse como un objeto complejo Ui (i=1, 2... N) definido por un conjunto de imágenes reflexivas, tantas como individuos i. Estas imágenes generarían conjuntos de autovalores agenciales potencialmente congruentes en el dominio práctico. Un autovalor agencial es, en general, una acción que resuelve eficazmente, en un sentido u otro, una situación más o menos compleja. Es decir, es una acción que produce un efecto calculable, previsible con una probabilidad apreciable de acierto, y que interesa a ego. En el caso de situaciones de interacción, un autovalor agencial se computa reflexivamente, a través del cálculo por todos los agentes de los autovalores que satisfacen las expectativas de todos los agentes interactuantes en la referida situación. Los fenómenos de interacción real entre agentes del U(P)CI en cuestión podrían así concebirse como "colapsos" de la "función de onda" constitutiva de los conjuntos de autovalores correspondientes a los agentes involucrados. Un 'universo (presuntamente) compartido de interacción' es una realidad organizacionalmente cerrada. Dicho de forma más específica, es un espacio intencional holográficamente cerrado. Es decir, cerrado en la conciencia reflexiva de cada agente, a través de las imágenes de tal cierre en las conciencias de todos los agentes que componen ese UCI. Sin embargo, el cierre organizacional de un UCI se da dentro de otros cierres organizacionales al que se halla sometido: la clausura agencial de cada uno de los sujetos individuales que lo componen. La existencia de clausuras organizacionales no sólo relativas, sino también reflexivas, nidificadas dentro de, y sometidas a, otras clausuras que, a su vez, pueden ser incluidas en las primeras, es una característica fundamental de la conciencia humana. Así, por ejemplo, ego puede representarse a alter como una realidad organizacionalmente cerrada (como un conjunto potencialmente coherente de deseos, intereses, concepciones, etc.). Mas esa representación se da dentro de la realidad organizacionalmente cerrada que es la propia conciencia de ego, y que define a ésta, a su vez, como un conjunto potencialmente coherente de deseos, intereses, concepciones, etc. Además, ego puede imaginar su condición de clausura tal y como es pensada por alter, etc. La frontera de un U(P)CI está constituida por el compromiso de comunalidad que liga a todos los sujetos que componen ese universo. Este compromiso es triple. En primer lugar, es un compromiso de comunalidad ontológica: los agentes que interactúan en un U(P)CI presuponen que su acción está referida a una realidad existente con independencia de cada uno de ellos, una realidad por tanto que se postula en común. En segundo lugar, es un compromiso de comunalidad comunicativa: los agentes interactuantes asumen conjuntamente el postulado de que es posible la comunicación (la información mutua) y el acuerdo acerca de esa realidad. En tercer lugar, es un compromiso de comunalidad agencial: los agentes que componen un U(P)CI presuponen la voluntad y el interés de cada uno de ellos en interactuar eficazmente en ese universo. Es este 'compromiso de comunalidad', en sus tres vertientes, la condición de posibilidad a priori que permite la emergencia del U(P)CI en cuestión, al constituir un espacio intencional holográficamente cerrado (es decir, y como ya se ha apuntado, cerrado en la conciencia reflexiva de cada agente, a través de las imágenes de ese cierre en las conciencias de todos los agentes que componen el referido U(P)CI). Ocurre, sin embargo, que la interacción humana está aquejada de una ambigüedad fundamental: el agente está siempre en el borde de los U(P)CI que constituye con otros agentes. El sujeto puede, en todo momento, autoenajenarse del compromiso de comunalidad que, sin embargo, debe asumir si quiere generar, conjuntamente con otros sujetos, esas 'estrucuras de verosimilitud social' que son los U(P)CI. Así, la interacción humana está amenazada sin remedio por una duplicidad inevacuable. Mientras que nuestro compromiso de comunalidad constituye el proscenio de nuestra conciencia interactiva, esa conciencia se mueve también permanentemente entre los bastidores, poniendo en cuestión las tres vertientes del aludido compromiso. Por eso son posibles fenómenos de interacción no recíprocamente reflexiva. Estos fenómenos consisten, básicamente, en la simulación por un agente de su compromiso con un U(P)CI determinado, cuando en realidad está orientando su acción al margen de ese compromiso y de espaldas por tanto a lo que (presuntamente) creen los demás agentes interactuantes en ese universo. La aludida duplicidad juega un papel fundamental en los procesos de morfogénesis de los diversos U(P)CIs, es decir, en los procesos de morfogénesis social. Y ello es así, ante todo, porque es esa conciencia "entre bastidores" -autoenajenada de cualquier U(P)CI- la que puede realizar conexiones creativas entre dichos universos, a través de su peculiar universo visible de acciones. Pues el 'universo visible de acciones' particular de un sujeto cabalga una pluralidad de U(P)CIs sin confundirse con ninguno de ellos. El efecto de las aludidas conexiones es la producción de los dilemas y antinomias que son típicos de la vida social. Es, por tanto, la dialéctica ente 'universos visibles de acciones' y 'universos compartidos de interacción' la que está en el origen de los peculiares y complejos procesos morfogenéticos que conforman las sociedades humanas. El punto de vista que se acaba de bosquejar podría suministrar un instrumental analítico más perspicuo y potente que el de otras perspectivas teóricas alternativas. Así, la noción funcionalista de institución suele otorgar un papel fundamental, constitutivo, a unas supuestas normas comúnmente aceptadas por los miembros de la misma. Mas, por una parte, esa noción no explica de manera mínimamente satisfactoria la dinámica que produce la emergencia y la estabilidad de tales normas. Y, por otra, presupone que son esas normas las que originan las regularidades observadas en la interacción, en lugar de ser, al contrario, consecuencia de éstas. Una norma no puede surgir sino en un contexto interactivo ya estructurado, que da sentido precisamente a dicha norma. En general, una norma no es semánticamente interpretable sino en un contexto pragmático preexistente. Es cierto que las normas son la autoconciencia de una institución como tal, pero casi todas las intituciones naturales se han constituido a través de una prehistoria previa a la aparición de norma explícita alguna. La noción de 'universo (presuntamente) compartido de interacción' permite rastrear el subsuelo prenormativo de los contextos institucionales. Un subsuelo que no desaparece, ni mucho menos, como resultado de la emergencia de normas explícitas en la institución, sino que sigue estando presente y dirigiendo dinámicamente la evolución de ésta. En un U(P)CI, las pautas conductuales mutuamente congruentes que ligan a los individuos emergen espontáneamente "desde el interior" de los mecanismos reflexivos de éstos. Sólo más tarde son, tal vez, conceptualizadas/verbalizadas como normas por tales individuos. En otro orden de cosas, y al contrario de lo que parecen dar a entender otras corrientes teóricas más recientes, la posibilidad de la comunicación entre los individuos integrantes de un U(P)CI no reside en la existencia de un "sistema de comunicación" subsistente. Descansa más bien en la presencia de conjuntos de autovalores agenciales espontáneamente generados por cada individuo y, sin embargo -debido al potencial reflexivo de éstos- capaces de coevolucionar y converger en el dominio práctico. Desde luego, es perfectamente lícito convenir en que un 'sistema de comunicación', en el sentido propiamente humano del término, no es otra cosa que un tal sistema reflexivo de autovalores agenciales reflexivamente generados. Pero insistir en esta última formulación, evitando la mera referencia a una concepto substancializado de comunicación, no es cuestión baladí. La diferencia entre uno y otro punto de vista es importante, porque si un universo compartido se concibe, no como una realidad comunicacional subsistente, sino como una 'función de onda' compleja, compuesta por todas las imágenes reflexivas de los individuos que lo componen, es posible detectar de manera precisa las condiciones de estabilidad y de cambio morfogenético de ese universo. Pues, en efecto, las aludidas imágenes se revelen entonces como estables sólo en los límites de determinados grados de complejidad reflexiva Ci, dependiendo de diversos universos visibles de acciones Vi, dentro de cierto umbral de temperaturas agenciales Ti, y en relación con distintos tipos de clausura agencial Ki. De este modo, puede evidenciarse que son justamente los cambios que se producen en estos parámetros los que conducen a la desestabilización del universo que se considera, y a su eventual transformación morfogenética. Cuando se asume este punto de vista, el análisis de realidades sociales usualmente entendidas como de nivel macro puede beneficiarse de una descripción considerablemente perspicua: una descripción capaz de conectar sistemáticamente esas realidades con el nivel supuestamente micro que, en definitiva, las constituye.
NOTAS
Así ocurre, por ejemplo, con las diversas formulaciones del 'principio de diferenciación funcional' -como apostillan con humor algunos físicos, cuando no se tienen teorías se suelen tener principios. Es un hecho de experiencia que las sociedades humanas son propensas, en determinadas condiciones, a diferenciarse funcionalmente. Pero los autores que intentan dar cuenta de este hecho -como Durkheim- sólo aportan los rudimentos descriptivos de lo que podría ser una teoría estructuralmente endógena del mismo. Como se sugerirá más adelante, es posible representar una estructura en términos dinámicos. Para ello, la misma debe concebirse en tanto que estructura de estabilidades emergentes en una cierta dinámica subyacente. Mas la teoría social apenas ha explorado seriamente esta posibilidad, cuya instrumentación, por lo demás, requiere el uso de marcos teóricos sólo recientemente disponibles. Véase Antonio García-Olivares R., 1988, así como Blanca Cases y Francisco Olasagasti, 1995. Así, por ejemplo, la sustitución de una pluralidad de lenguas étnicas por una lingua franca como el latín o el inglés, puede ser un proceso imprescindible para que surja un espacio de comunicación social más complejo que cualquiera de los preexistentes. En las sociedades humanas se producen, ciertamente, efectos emergentes de tipo "meta-agencial" que exigen niveles de conceptualización específicos -es la esfera de lo social-reificado. Pero la explicación última de esos efectos sólo puede encontrarse en el dominio "molecular" subyacente, que es el del sujeto individual. Mas, ¿acaso lo 'social-reificado' no sufre procesos de cambio morfogenético? Sí, pero sólo a través de la interfaz que mantiene con el dominio interactivo. Una investigación de los fundamentos de esa ontología puede hallarse en Pablo Navarro, 1994. Acerca de la complejidad ontológica del objeto social, véase Pablo Navarro, 1995. Véase Jesús Ibáñez, 1993 y 1994; Emilio Lamo de Espinosa y otros, 1994. Apropiada, al menos, en una primera aproximación. En un nivel de análisis más fino, incluso la misma realidad física depende -en un conjunto de aspectos sutiles que no es el caso comentar aquí- de la presencia del sujeto que la contempla. La distinción marxiana entre 'ser social' y 'conciencia social' es un ejemplo ilustre de esta confusión. En efecto, la diferencia que Marx establece entre 'estructura' y 'superestructura' no equivale a la que aquí se postula entre 'ecosistema social' y 'sociedad como realidad de conciencia'. Desde una perspectiva ecosistémica, lo que Marx llama 'estructura' es un dominio híbrido, que incluye elementos "materiales" -los recursos naturales, el propio ser humano como realidad biológica- y elementos "de conciencia", completamente "inmateriales" -las relaciones de propiedad, el mercado, etc. A estas alturas debería estar claro que un mismo ecosistema social humano puede "realizarse" a través de "estructuras económicas" diferentes. Una máquina trivial (Heinz von Foerster, 1981) se limita a transformar determinados estímulos en respuestas fijas. Una máquina no trivial es capaz de reorganizar su propia recepción de estímulos, generando con ello/para ello respuestas nuevas a los mismos. Véase Pablo Navarro, 1994, cap.3. Mientras que una realidad 'autónoma' es aquella que se comporta de acuerdo con su propia lógica interna, una realidad 'heterónoma' sería aquella que está controlada desde fuera. Los seres vivos en general, y los humanos en particular, son realidades esencialmente autónomas. Véase Francisco Varela, 1979. Puede consultarse una síntesis de esos dilemas y antinomias en el trabajo de Ramón Ramos Torre, 1993. Sería tal vez más ortodoxo hablar del "principio de conservación de la adaptación", pero la noción de 'adaptación' resulta, en alguna de sus connotaciones, insatisfactoria. Sugiere una relación más bien pasiva entre el organismo y el entorno, relación que está lejos de ser real. A decir verdad, la tesis de esa presunta irreversibilidad, que fue considerada "dogma central de la biología molecular", está siendo cuestionada cada vez más insistentemente en los últimos años. A partir de mediados de los ochentas han comenzado a surgir evidencias que sugerirían la existencia de "mutaciones adaptativas", instrumentadas por medio del proceso que se denomina "reversión adaptativa". A la luz de estas evidencias, la concepción de la evolución como resultado accidental de la actividad de un supuesto "relojero ciego" y, en general, la concepción neodarwinista estándar, se verían seriamente comprometidas. Véase James A. Schapiro, 1995. Michael Leyton, 1992, p. 204. En el dominio perceptivomotor, y a menos que intervengan factores de índole patológica, rara vez se producirían procesos de simplificación de los objetos. No ocurre lo mismo en el dominio agencial/conceptual en el que se definen las realidades sociales. El libro de Leyton ya citado es una contribución importante en esta dirección. Véase Pablo Navarro, 1994, caps. 2 y 3. Repárese en que los intereses del sujeto individual no existen con independencia de su estructura agencial, sino que son expresión de ésta. Cuando tantos individualistas metodológicos -por ejemplo, James S. Coleman, 1990- emplean la noción de 'interés individual' como concepto primitivo, están vedándose cualquier comprensión en profundidad de la dinámica que genera esos intereses, que en realidad es indistinguible de la dinámica que produce la propia constitución de lo social. Fué Ibáñez, que yo sepa, el primer sociólogo que utilizó la metáfora del 'colapso de la función de onda': "En cada acto de habla se colapsa (corpúsculo) un vasto conjunto de hablas virtuales (onda)" (J. Ibáñez, 1994, p. 90).
BIBLIOGRAFIA
Cases, B., y Olasagasti, F. J., "un formalismo para la representación de sistemas autoorganizativos como herramienta para la investigación social", comunicación presentada en el V Congreso Español de Sociología, Granada, 1995.
Coleman, J. S., Foundations of Social Theory, Cambridge (Massachusetts), Harvard University Press, 1990.
Foerster, H. von, Observing Systems, Seaside (California), Intersystems Publications, 1981.
García-Olivares R., A.,"El concepto de cambio estructural en ciencias sociales", Revista Internacional de Sopciología, vol. 46, fascículo 2, abril-junio 1988, pp. 243-261.
Ibáñez, J., "El papel del sujeto en la teoría (hacia una sociología reflexiva)", en Lamo de Espinosa, E., y Rodriguez Ibáñez, J. E. (eds.), 1993, pp. 359-386.
Ibáñez, J., El regreso del sujeto, Madrid, Siglo XXI, 1994.
Lamo de Espinosa, E., y otros, La sociología del conocimiento y de la ciencia, Madrid, Alianza Editorial, 1994.
Lamo de Espinosa, E., y Rodriguez Ibáñez, J. E. (eds.), Problemas de teoría social contemporánea, Madrid, CIS, 1993.
Leyton, M., Symmetry, Causality, Mind, Cambridge (Massachusetts), The MIT Press, 1992.
Navarro, P., El holograma social. Una ontología de la socialidad humana, Madrid, Siglo XXI, 1994.
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Ramos Torre, R., "Una aproximación a las paradojas de la acción social", en Lamo de Espinosa, E., y Rodriguez Ibáñez, J. E. (eds.), 1993, pp. 435-471.
Schapiro, J. A., "Adaptive Mutation: Who's Really in the Garden?", Science, 21 de abril de 1995, Vol. 268, pp. 373-374.
Varela, F. J., Principles of Biological Autonomy, Nueva York, North Holland, 1979.

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